La España neutral

Viernes, 06 Noviembre 2020 19:07

El hecho de que durante la Guerra Civil, tanto el bando republicano como el franquista cometieran verdaderas atrocidades, le hace pensar a muchos que ninguno de los dos bandos tenía razón. Ambos eran igual de malos, los sentimientos estaban adulterados, la envidia se había generalizado, la sinrazón se convirtió en algo cotidiano y la violencia se desató. En medio de aquel caos sangriento ¿quién podría aportar algo positivo?

Los que piensan en la maldad de las dos Españas, creen que sólo los que permanecieron neutrales se pueden considerar los «buenos», es decir aquellos a los que les amparaba la razón. En esa distancia entre las diferentes violencias es posible que se encuentre la raíz de lo que España es en la actualidad, un país cuya democracia ha conseguido superar la lucha fratricida entre unos extremos incompatibles. Quizá no sea así, o no sea así del todo, y ahora estamos viendo rebrotes de aquello que durante la guerra nos separó, fruto, posiblemente, de todos esos agujeros que quedaron sin tapar; pero esa herencia reconciliadora ¿es la que deberíamos reclamar?

Es cierto que aquella democracia que trajo la Segunda República fue una democracia débil e imperfecta, pero aunque no fuera una democracia tan sólida como la que podemos disfrutar en la actualidad, era una democracia, por lo tanto, para nosotros, que vivimos en el siglo XXI, y podemos verlo todo con la distancia que nos da la historia, no debemos albergar ninguna duda: La razón política durante la guerra la tenían aquellos que defendían la democracia y no aquellos que la atacaban.

Está claro que todos los que defendían a la República no creían en la democracia, sin embargo, luchaban por ella, y aunque cometieran las atrocidades que todos conocemos, defendían el Gobierno legítimo de la República.

Podemos decir que la España neutral, con anterioridad al año 1936 no era una posibilidad sino una necesidad, y una necesidad apremiante; y eso debemos pensar que fue la República, una tentativa, torpe desde luego, de formar un espacio pacífico en el que pudieran convivir las dos Españas. Sin embargo, a partir de 1936, cuando fue asaltada la democracia, dividiendo al país, esa España neutral se convirtió en una ficción, en un fraude a través del cual se respaldaba a la España de Franco, a esa España que se creía pacífica, pero que nunca lo fue, porque estaba sometida al imperio de los sables y a la disciplina de un nacional catolicismo que todo lo controlaba.

George Orwell (escritor y periodista británico, famoso por haber escrito, entre otras obras, la popular novela 1984), que apoyó la República, participó activamente en el bando republicano y denunció la barbarie de la guerra, dijo: «Cuando se piensa en la crueldad, miseria e inutilidad de la guerra, siempre es una tentación decir: “Los dos bandos son igual de malos, me declaro neutral”. En la práctica, sin embargo, no se puede ser neutral, y difícilmente se encontrará una guerra en la que carezca de importancia quien resulte vencedor, pues un bando casi siempre tiende a apostar por el progreso, mientras que el otro es más o menos reaccionario.

El odio que la República española suscitó en los millonarios, en los aristócratas, en los cardenales y prelados, en los señoritos, en los militares y en algún otro colectivo, bastaría por sí solo para saber lo que se cocía. En esencia fue una guerra de clases. Si hubiera ganado la República, se habría fortalecido la causa de la gente corriente; pero se perdió, y los potentados de todo el mundo se frotaron las manos. Esa es la cuestión de fondo; todo lo demás es apenas espuma en la superficie».

La apreciación de Orwell, desde luego, no pudo ser más acertada. Cuando una sociedad democrática se parte en dos, nadie puede quedarse en medio, porque si se queda comete un error. Hay que hacer todo lo posible para que una democracia no se rompa, pero si se rompe, o se está a favor de ella —aunque sea imperfecta— o se está en contra de ella; porque la neutralidad, como dice el escritor Eliezer Wiesel (superviviente de los campos de concentración nazis), siempre ayuda al opresor, pero nunca a la víctima, y el silencio —añade— fortalece al verdugo no al atormentado.

Ahora no sabemos con exactitud quienes son realmente demócratas y quienes no, porque nadie se declara antidemocrático, pero sí sabemos quiénes son los herederos de aquella República fragmentada y quienes son los herederos de los que levantaron sus sables contra ella.


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