Noche de paz

Viernes, 29 Diciembre 2023 21:07

En Navidad, tengo este extraño don. Cierro los ojos para evadirme de mi realidad y, como si fueran ventanas a otros mundos, puedo ver lo que sucede en otras casas. Siento las emociones ajenas como si fueran mías, una empatía que traspasa paredes y distancias. Puedo ver las cocinas humeantes y los salones iluminados, puedo oír las risas y sentir el calor de los hogares ajenos. Esta habilidad, una mezcla de bendición y maldición, me permite ser testigo de la alegría y el dolor que coexisten en este entramado de vidas.

En este momento, pienso en la noche de Nochebuena y en un hogar modesto, pero lleno de calor humano. Imagino una familia compartiendo platos y conversación alrededor de una mesa. Veo la mesa repleta de manjares humildes pero preparados con amor. En cada rincón, la decoración navideña refleja la alegría de las fiestas.

Los miembros de la familia se sientan a disfrutar de su festín. En el aire flota el aroma de la comida casera mientras comparten historias del año que se va, planes para el que llega y anécdotas familiares que ya todos conocen, pero que igualmente provocan risas. Mientras tanto, la televisión emite con indiferencia el programa festivo de cada año, que pasa inadvertido para los comensales, que están sumidos en la alegría de la celebración. La familiaridad de la escena, tan llena de afecto y bondad, parece eclipsar cualquier otra realidad.

Al terminar la comilona, cuando los platos empiezan a vaciarse y las conversaciones se tornan más íntimas, la pantalla del televisor cambia abruptamente. Las noticias de última hora irrumpen en la programación anunciando una nueva matanza en Gaza por parte del ejército israelí. ‘La guerra no para por Navidad y registra una de las jornadas más letales’, apunta el periodista con tono grave y semblante serio.

Pero la familia, envuelta en el espíritu navideño, apenas percibe este cambio. Los niños y niñas, con sus juegos y risas, continúan en su mundo de inocencia y felicidad. Los adultos, entregados a su conversación, apenas si lanzan una mirada ocasional hacia la pantalla. La noticia se despliega con detalles desgarradores. ‘El número de víctimas en la Franja asciende ya, según las autoridades sanitarias del enclave palestino, a 20.424 personas muertas y 54.036 heridas’, prosigue el presentador. Pero en esa sala, el mensaje se pierde en el aire, incapaz de perturbar la paz y la felicidad del momento.

Con un suspiro, abro los ojos, dejando atrás la visión de la cálida celebración familiar. Por un instante, el mundo real se siente extrañamente lejano, como si mi breve viaje a través de los ojos de los demás me hubiera alejado de mi propia realidad. Pero la curiosidad y la preocupación me impulsan a cerrarlos nuevamente, a sumergirme de nuevo en ese mundo invisible que se extiende más allá de mi alcance físico. Y así, entre el temor y la determinación, vuelvo a cerrar los ojos con fuerza.

De repente, me encuentro transportada al corazón del horror en Gaza. Las imágenes son abrumadoras: edificios reducidos a escombros, calles desiertas y el dolor palpable que flota en el aire. Los sonidos son ensordecedores: el estruendo de los bombardeos, el crujir de los edificios derrumbándose, los gritos ahogados de las personas heridas y el llanto de quienes han perdido todo.

Familias que una vez compartieron risas y sueños ahora lloran a sus seres queridos. Las personas supervivientes, con sus rostros marcados por el trauma, cuentan con voz temblorosa cómo las bombas destrozaron sus vidas en cuestión de segundos. Entre los escombros, buscan desesperadamente algún signo de esperanza, algún indicio de que no están completamente abandonados a su suerte.

La oposición de las dos realidades es desgarradora. Mientras una familia disfruta de la paz y la felicidad de la Navidad, otra se enfrenta a la devastación y al dolor inimaginable. Este contraste me golpea con una fuerza abrumadora. Pienso en la fragilidad y la precariedad de la vida y la importancia de la empatía y la compasión en un mundo tan dividido y castigado por el conflicto.

De vuelta a la realidad, abro mi ordenador portátil y me pongo a escribir. Como cada año en Navidad, transformo esta columna de opinión en un relato sobre las fiestas, este año amargo, como el genocidio que contemplamos cada día a través de nuestras pantallas con más o menos indiferencia. Mis mejores deseos para los lectores y lectoras de El Económico, que 2024 traiga paz, prosperidad y conciencia para terminar con los horrores del mundo.


Si le ha interesado esta información, puede unirse a nuestro canal de Telegram y recibirá todas las noticias que publicamos para el Camp de Morvedre. Síganos en https://t.me/eleco1986

 

 

SUCESOS

SALUD