Lo humano y lo divino, la Biblia y la espada

Martes, 15 Octubre 2013 16:45

El pasado día 13 de octubre, en Tarragona, 552 personas fueron beatificadas, elevadas a los altares como mártires de la Guerra Civil Española. No es la primera vez que se hace. Presidió la celebración, en nombre del Santo Padre, el cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. El purpurado, en su homilía, dejó bien claro que «estos religiosos no fueron caídos de la guerra civil, sino víctimas de una radical persecución religiosa, que se proponía el exterminio programado de la Iglesia... Estos hermanos y hermanas nuestros no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores, eran hombres y mujeres pacíficos. Fueron matados por odio a la fe, solo porque eran católicos, sacerdotes, seminaristas, porque eran religiosos y religiosas, porque creían en Dios, porque tenían a Jesús como único tesoro, más querido que la propia vida».
 
La guerra civil, pese a concluir en 1939, todavía está muy presente entre los españoles. Por tanto, será necesario el paso de mucho tiempo para que se pueda analizar con objetividad, distancia y serenidad, ese episodio trágico de la reciente historia de España. Han pasado ya más de 70 años desde que concluyera la contienda bélica, pero todavía se emplean dos varas de medir. El mismo acto del pasado domingo fue otro reconocimiento más a los caídos por Dios y por España. El cardenal Amato reconoció en su homilía que la Iglesia, en 14 distintas ocasiones, ha elevado a los altares a más de mil de estas víctimas. La primera de las ceremonias tuvo lugar el 29 de marzo de 1987, con motivo de la beatificación de tres monjas carmelitas de Guadalajara. Sin embargo, a pesar de las reiteradas celebraciones, siguen esperando su reconocimiento los clérigos fusilados por el bando nacional en tierras de Euskadi (1). 
Dice Amato que la Iglesia Católica, en el corto periodo republicano, no provocó y no apoyó a ningún partido político, no obstante, los hechos no respaldan dicha afirmación. La II República se proclamó el 14 de abril de 1931, después de las elecciones del día 12. Pocas jornadas más tarde, el primero de mayo, el Cardenal Primado de España, Pedro Segura, pronunció una pastoral reivindicando la figura de Alfonso XIII y en contra del nuevo régimen. La extensa encíclica (2), venía a decir en uno de sus últimos párrafos: «Podrá servirnos de ejemplo lo que hicieron los católicos de Baviera después de la revolución de noviembre de 1918: todos unidos y concordes trabajaron ardorosamente para preparar las primeras elecciones, en las cuales alcanzaron una notable mayoría, aunque sólo relativa; de manera que, constituyendo el grupo parlamentario más fuerte, pudieran, como atestiguan los hechos, salvar al país del bolchevismo que amenazaba y que aún llegó a dominar algún tiempo, y defender los intereses de la religión hasta la conclusión de un Concordato, muy favorable a la libertad de la Iglesia y de las escuelas confesionales». Queda clara, pues, cuál fue la principal inquietud del Cardenal Segura tras el advenimiento de la II República: «defender los intereses de la religión hasta la conclusión de un Concordato, muy favorable a la libertad de la Iglesia y de las escuelas confesionales». Tras este provocador pronunciamiento, el 11 de mayo se sucedieron las protestas y quema de edificios religiosos en Madrid, estas acciones vandálicas se extendieron por otras ciudades de España (3). El Gobierno republicano no actuó con determinación; no cortó de raíz, como era su obligación, estos actos violentos que atentaban gravemente contra la Iglesia Católica y el patrimonio cultural español. Muy lamentable y absolutamente reprobable.
 
Demos un salto en el tiempo y vayamos ahora a las postrimerías del periodo republicano. Unos meses antes del Alzamiento Nacional, el Obispo de Teruel, Anselmo Polanco, precursor de la Carta Colectiva del Episcopado Español, ante las elecciones del 16 de febrero de 1936, escribía: «se discute ahora no ya la forma del régimen que ha de prevalecer en la nación, sino algo básico y substancial para la causa de Dios y de España. Luchan de un lado los defensores de la religión, la propiedad y la familia; del otro los representantes y voceros de la impiedad, el marxismo y el amor libre. Son las dos ciudades enemigas de que habla San Agustín; los bandos opuestos del bien y del mal». (4) Manifestaciones de este calado, pronunciadas por un eminente príncipe de la iglesia como fue el Obispo Polanco, ponen de relieve que la Iglesia Católica sí tomó partido
 
Entre la pastoral del Cardenal Segura y las manifestaciones del fray Anselmo Polanco, al principio y final de la II República, cabría citar al religioso Aniceto de Castro Albarrán. Efectivamente, el Magistral de Salamanca pasó por censura, en julio de 1933, su obra: El derecho a la rebeldía. Este prolífico autor se preguntaba en el epílogo: «¿que duda cabe que una grandísima parte de la legislación republicana ha sido un bárbaro atropello de los derechos de la Iglesia, de gravísimos intereses morales de la patria, de los más sagrados fueros de millares de conciencias españolas?» (5). Otra vez, los derechos de la Iglesia Católica constituyen la preocupación más elevada de otro relevante clérigo de la época. Albarrán, durante aquél periodo, publicó varias obras más, entre ellas cabría destacar: Guerra Santa. El sentido Católico del Movimiento Nacional Español, impresa en 1938 y La Gran víctima. La Iglesia Católica víctima de la revolución roja, que vio la luz en 1940.

Recordar por último la carta colectiva de los obispos españoles a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra en España, publicada en pleno enfrentamiento armado, el primero de julio de 1937, unos días antes de celebrarse el aniversario del primer año triunfal. De tan extenso texto se pueden extraer muchos e interesantes párrafos, pero hay uno de ellos que por su significado me parece especialmente destacable: «Pero la paz es la "tranquilidad del orden, divino, nacional, social e individual, que asegura a cada cual su lugar y le da lo que le es debido, colocando la gloria de Dios en la cumbre de todos los deberes y haciendo derivar de su amor el servicio fraternal de todos". Y es tal la condición humana y tal el orden de la Providencia —sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo— que siendo la guerra uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las Ordenes Militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la fe». (6)
 
La Iglesia Católica ha gozado, desde siempre, de grandes privilegios en la nación española. Esto es evidente. Entonces, como ahora, el Episcopado Español utilizó todo su poder y capacidad de influencia para defender su estatus. El advenimiento de la II República Española constituyó un auténtico quebradero de cabeza para la institución, mientras que el Alzamiento Nacional fue el bálsamo reparador. Como es público y notorio, el General Franco sí garantizó a la Conferencia Episcopal Española todas sus regalías y prerrogativas que, sin embargo, sintió amenazadas en el mismo instante que se proclamó el régimen republicano.
 
Creo que el ser humano tiene derecho a ganar la esperanza a través de la fe. Sin embargo, lo ocurrido  entre el 14 de abril de 1931 y el 1 de abril de 1939, nada tuvo que ver con Dios ni con los Evangelios. Aquel episodio fue obra de los hombres, con sotana y sin sotana, pero de los hombres. La Iglesia Católica, a lo largo de su historia, ha tenido que realizar toda clase de equilibrios para crecer, extenderse y llegar hasta nuestros días. Ni que decir tiene que mantenerse sobre el alambre durante tantos siglos le ha obligado a distanciarse del verbo de Cristo. De ahí que el Vaticano tenga que pedir, de tarde en tarde, perdón por los pecados de los hijos de la Iglesia. La última vez, bajo el pontificado de Juan Pablo II, fue el 12 de marzo de 2000. Habrá otras.
 
1.- Martín Lecuona Echabeguren, Gervasio Albizu Vidaur, José Adarraga Larburu, José Ariztimuño Olaso, José Sagarna Uriarte, Alejandro Mendicute Liceaga, José Otano Míguelez, José Joaquín Arín Oyarzabal, Leonardo Guridi Arrázola, José Marquiegui Olazábal, José Ignacio Peñagaricano Solozábal, Celestino Onaindía Zuloaga, Jorge Iturricastillo Aranzabal y Román de San José Urtiaga Elezburu, religiosos fusilados por el bando nacional en tierras de Euskadi, aunque no fueron los únicos clérigos que perecieron a manos de los franquistas.

2.- Texto íntegro de la carta pastoral del Cardenal Arzobispo de Toledo, Pedro Segura, publicada en la edición de La Vanguardia del 9 de mayo de 1931, páginas 11 y 12.
 
3.- La Vanguardia, páginas 28, 29 y 30 del 12-5-31 y páginas 18,19, 20, y 21, del 13-05-31.
 
4.- Héroes de la Epopeya. El Obispo de Teruel. P.A. del Fueyo, agustino. Editorial Almatea, S.A. 1941. Hagiografía de Fray Anselmo Polanco y Fontecha
 
5.- El Derecho a la Rebeldía, de Aniceto de Castro Albarrán, Magistral de Salamanca. Página 441. Ediciones Fax.
 
6.- Pastorales de la Guerra de España, del Cardenal Isidro Gomá y Tomas. Ediciones Rialp, S.A. Madrid 1955. Página 153.

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Modificado por última vez en Martes, 15 Octubre 2013 21:32

 

 

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