Los dátiles de La Vallesa (homenaje a Manuel Aucejo)

Escrito por Buenventura Navarro
Viernes, 09 Agosto 2013 01:18

Ya hace tiempo que las siluetas de la alquería de La Vallesa y de los pinos y las palmeras de su camino fueron sustituidas por las de las instalaciones fabriles de la nueva Siderúrgica. Pero las tardes de merienda y de juegos en los días de fiestas, al cobijo de sus sombras, permanecen en el recuerdo de los antiguos ciudadanos porteños.

Era Manuel Aucejo Puig (1919-2013) una de esas viejas y lúcidas memorias de las costumbres y los lugares de Puerto Sagunto. De esta manera titulaba él algunos de sus escritos: «Crónicas de un viejo porteño».

El pasado día 11 de julio falleció, a los 94 años de edad, en nuestro hospital comarcal, donde permanecía ingresado unos días por dificultades cardio-respiratorias. En esa última etapa, se encontraba en la Residencia  de la Tercera Edad del Puerto, junto a su mujer, la encantadora señora Nati, que llevaba algún tiempo adentrándose en las veredas del jardín del olvido.

Al quedar ciego el señor Aucejo, seguramente fue esa la fase de mayor desazón para él, pues le impedía la lectura y la escritura, actividades que cultivaba con verdadera pasión.

Recuerdo mis visitas a este matrimonio de amigos en los días que aún residían en su vivienda frente a la Gerencia de Altos Hornos. Ha sido un placer disfrutar de su compañía y de su amistad durante estos últimos veinte años. Sentados en los sillones junto a su terracita abalconada, mis oídos y cabeza estaban en ebullición recibiendo el torrente de evocaciones que iba desgranando el compañero Aucejo, complementado por los detalles precisos y clarificadores de su esposa. Ahí estaban nombres y episodios de nuestra Historia.

Fue unos días antes de su postrer ingreso hospitalario que le visité en la Residencia. Le llevaba una antología de poemas de Miguel Hernández. Estuve leyéndole algunos versos de Miguel, y, al despedirnos, nos abrazamos y le brotaron unos sollozos, que llamaron al encuentro a mis lágrimas. Me dijo que era por la alegría de la visita y, tal vez, el adiós por si no volvíamos a vernos. Sin embargo, al calmarse, me pidió que en la próxima ocasión llevara para leerle algunos de sus escritos que me había ido facilitando en años anteriores.

Ahora que ya no está Manuel Aucejo, pero que permanecerá en mi memoria y en mi corazón mientras viva, recuerdo que me narraba, entre otras, aquella excursión de su infancia a  La Vallesa.

Era una tarde de jueves en que no había escuela, cuando Aucejo y sus amiguitos se fueron por la calle Larga y la calle La Palmereta para salir a la huerta y buscar el camino de La Vallesa. Allí se pusieron a lanzar piedras a los racimos de dátiles para provocar su caída y recogerlos luego. Enfrascados en su cosecha, no se percataron de la llegada de la pareja de guardias civiles. La presencia de los bigotudos y acharolados tricornios paralizó a los atareados chavales. Ante la amenaza de subirlos al calabozo de Sagunto por su apedreamiento, les fueron preguntando el nombre, y, al responder «Manuel Aucejo», uno de los guardias resultó ser amigo de su padre, del mismo nombre y muy conocido por trabajar en el Banco de Bilbao de Puerto Sagunto. Esa fue la tabla de salvación y los dejaron marchar libres pero atemorizados, advirtiéndoles de que no repitieran su acción.

Aunque ya no exista aquella finca agrícola ni su antiquísima alquería ni tampoco su bello paseo de pinos y palmeras, cuando en las mañanas de los sábados me acerque a comprar al mercado del Puerto, siempre buscaré los dátiles de La Vallesa.

 

 

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