Europa

Escrito por José Manuel Pedrós García
Viernes, 31 Marzo 2017 15:51

La semana pasada se reunieron en la capital italiana todos los líderes europeos para celebrar el 60 aniversario del Tratado de Roma, es decir: La creación de la Unión Europea. 60 años atrás, el 25 de marzo de 1957, se había firmado el tratado que dio origen a la Comunidad Económica Europea. Los países firmantes de aquel lejano 1957 fueron Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo. En 1973 se unieron Dinamarca, Irlanda y Reino Unido. En 1981 se unió Grecia, y en 1986 España y Portugal. Así sucesivamente, hasta la actualidad, en la que 28 países forman esta Unión Europea, después de la última incorporación de Croacia en el año 2013.
 
En términos generales, y a pesar de estos últimos años de crisis, podemos decir que el proceso europeo ha sido positivo, y que el progreso es lo que ha marcado su recorrido. Comentar esto no parece ninguna temeridad.
 
La Unión Europea tiene una superficie de 4,5 millones de kilómetros cuadrados, y una población que, en 2015, alcanzaba 508 millones de habitantes. La renta per cápita es de 52.000 euros, aunque en algunos países hablar de esta cifra es una insensatez. Sí podemos decir en cambio que durante los años que van desde su creación hasta la actualidad, la paz y estabilidad se han afianzado, y además se han establecido democracias nuevas como las de España, Grecia, Portugal y los países del Este europeo.
 
Pero desde hace unos diez años, la crisis agrieta su estructura y sus contornos más emblemáticos, por lo que este aniversario, que ahora celebramos, podríamos definirlo como un «aniversario ácido», dominado por todo aquello que de alguna forma ha enturbiado la esencia más profunda de la Unión.
 
El trato que se les da a los refugiados políticos, el crecimiento desmesurado de ciertos populismos que desean cerrar las fronteras y propugnan un nacionalismo excluyente, el Brexit, las dificultades con la moneda única, las desigualdades entre los diferentes países, todo eso nos lleva a pensar que algo se ha de hacer con urgencia para que Europa siga siendo un espejo en el que se puedan mirar los países emergentes y todos aquellos que se encuentran sumidos en guerras, hambres y pobreza extrema.
 
El papa Francisco se reunió el día 24 de marzo con los máximos dirigentes europeos en la Capilla Sixtina, y con gesto serio les advirtió de la posibilidad de que esta Unión Europea, que tanto nos ha costado forjar, pueda desmoronarse ante los problemas no resueltos que nos azotan; y habló del populismo, del empobrecimiento de la ciudadanía, de la negligencia con la que se está tratando a los inmigrantes y de los suburbios culturales, sociales y económicos. Su palabras fueron: «No existe verdadera paz cuando hay personas marginadas y forzadas a vivir en la miseria. No hay paz allí donde falta el trabajo o la expectativa de un salario digno. No hay paz en las periferias de nuestras ciudades, donde abunda la droga y la delincuencia». Es decir, algo totalmente cierto, y que, aunque todos lo sabemos, no está mal que el sucesor de Pedro nos lo recuerde.
 
Como telón de fondo, el Juicio Final de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina, parecía advertir a todos los presentes del riego que se corre cuando entre los ciudadanos y las instituciones europeas no existen afectos ni simpatías, y los gobernantes parecen ser los enemigos del pueblo.
 
No voy a terminar hablando aquí del inmenso patrimonio que tiene la Iglesia católica, el mayor, después del que posee EE UU. Un patrimonio que podría eliminar dos veces toda el hambre del mundo; y no quiero hablar de eso porque, seguramente, el papa es un peón más de todo el tablero, que poco puede hacer para solucionar los problemas que azotan a nuestro mundo: Un engranaje tan complicado que, posiblemente, pueda llegar a atrapar a su creador, engulléndolo, como si fuera uno de los hijos devorados por un Saturno sediento, que no quiere que nadie le haga sombra.
 
Pero de la misma forma que el papa Francisco tiene muchos gestos que nos congratulan al resto de los mortales, con independencia de nuestras ideas o creencias, podría tener también alguno encaminado a que las desigualdades existentes tendieran a paliarse, aunque sé que «es más fácil predicar que dar trigo», que la Iglesia católica es una institución más, que vela por sus intereses económicos, como las demás, y que por mucho que los prelados quieran rodearse de esa aureola de divinidad, no dejan de ser hombres envueltos en las pasiones y los egoísmos de cualquiera; y es que no se puede acusar a nadie, ni decir lo que los poderosos pueden, o deben, hacer. Todos tendríamos que poner nuestro granito de arena para que la convivencia no fuera tan desnaturalizada, las riquezas no estuvieran tan mal repartidas, y la armonía y la solidaridad fueran las cualidades que más dominaran entre todos los habitantes de este maravilloso planeta que, a pesar de las dificultades que atraviesa, debemos mantener.
 
José Manuel Pedrós García

 

 

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