La punta del iceberg

Escrito por Bernardo Bartolomé de la Plaza
Viernes, 15 Julio 2016 15:20

La habitación parece el escenario del paso de un tornado. Vestidos, pantalones, blusas y zapatos. Todo aparece esparcido por el suelo, la cama, las sillas… El aspecto del cuarto de baño no es mejor: máscaras de pestañas, sombras de ojos y pintalabios brotan por todos lados como setas en otoño. Hoy es un día especial. María cumple dieciocho años. Ha quedado para celebrarlo esta noche con sus amigas. Se siente feliz. Inmensamente feliz.
 
Se viste con la parsimonia de un torero, como siguiendo un ritual. Todo tiene que ser perfecto para la noche perfecta. Elije un vestido corto y ajustado. Las interminables sesiones de solarium y gimnasio han valido la pena. Unos tacones altos rematan el conjunto. María está de rompe y rasga. Solo queda una última cuestión, cruzar la aduana, como ella dice. Franquear el paso fronterizo de un padre que la aguarda con la tensión de un soldado en el “checkpoint Charlie”. María desfila por el salón con un aire de ingenuidad, sonriendo con los ojos. Cuenta con un aliado fundamental; su madre deambula de aquí para allá como quitando importancia al momento.
 
El padre masculla un inteligible sonido. Devuelve la mirada al periódico no sin antes pronunciar la habitual frase que cierra la ceremonia. Eso no es una falda — le dice. Parece un cinturón largo — apostilla-. Cualquier día vamos a tener una desgracia — sentencia.
 
Prueba superada. Se confirma el armisticio. Las negociaciones previas de su madre han surgido efecto. Cuarenta euros y toque de queda a las dos. María sale corriendo por la puerta no sin antes abalanzarse sobre su padre y cubrirle la cara de besos. Sus amigas, que esperan abajo desde hace media hora, celebran alborotadas cuando se abre la puerta del ascensor. La noche promete. Cena, discoteca y chicos guapos. Risas, confidencias y buen rollo.
 
María abre la puerta de casa a las tres de la mañana. Sus padres la esperan en la cocina, preocupada la intermediaria, enfadado el guardia fronterizo. Aparece con el pelo enmarañado y la ropa hecha jirones. El maquillaje y su sonrisa se han difuminado. Un hilillo de sangre, casi imperceptible, baja hasta la barbilla. Tiene el labio partido y el alma rota. El padre se levanta nervioso y pregunta a su hija qué ha pasado, aunque él ya conoce la respuesta. La zarandea queriendo romper el silencio. Porque María no llora, María no habla. No puede articular palabra. Sus ojos miran al infinito, a la nada, mientras su padre la abraza entre sollozos y aprieta los dientes para retener un grito de rabia al consumarse la desgracia que vaticinó desde hace tiempo.
 
En España una mujer es violada cada ocho horas. No es un suceso puntual en fiestas masificadas. Los casos de los sanfermines son solo la punta del iceberg. Desde 2009, que es el año en que se comenzó a desglosar la estadística de agresiones sexuales no se ha notado ninguna mejoría del problema.
 
Tenemos los datos, pero no aplicamos ningún remedio. O al menos, ninguno que sea efectivo. Más de ocho mil mujeres han sido agredidas, humilladas, vejadas desde la fecha en cuestión. Y lo peor de todo, una parte de nuestra sociedad sigue culpabilizando a las víctimas. De cada seis violaciones solo se denuncia una.
 
Terrible dato. Criticamos el integrismo islámico, con sus niyabs y sus burkas, pero en el imaginario colectivo aún persiste la idea de que la mujer es la que provoca la situación por vestir o comportarse de una manera determinada. No somos tan diferentes. Hace falta más vigilancia, más contundencia judicial, sí, pero también más educación. Y no solo en los colegios. Muchas asociaciones denuncian que en los últimos años se ha perdido el apoyo institucional. Tal vez ahí resida el quid de la cuestión. Un problema no deja de serlo por ocultarlo, solo se convierte en un obstáculo silenciado. Y lo que no se ve se ignora, pero pese al olvido no desaparece.

Bernardo Bartolomé de la Plaza
@BernarBartolome

Más en esta categoría: « PSOE, te toca Dallas »

 

 

SUCESOS

SALUD