¿Libertad? ¿de qué?

Escrito por Carlos Gil Santiago
Viernes, 30 Octubre 2015 16:19

Yo no sé que tiene el Molt Honorable contra mi café con leche, pero no hay semana que no consiga que se me atragante al menos dos mañanas. La penúltima fue, hace pocos días, con el anuncio de prohibir, por ley, la asistencia de cargos públicos a actos religiosos.

Tiemblo al pensar que nuestro Govern entiende que medidas como esta son las que deben resolver la tan anunciada “emergencia social” en que, según ellos, vivía la Comunitat Valenciana hasta el pasado mes de mayo. De ser así, va a resultar que tal emergencia no lo era tanto y que los socios tripartitos del Gobierno, y los partidos que les apoyan, no hacían más que el papel de un grupo de alarmistas ansioso por ganar las elecciones, intentando hacer ver y creer la gravedad de una situación que para nada era como la estaban contando. Pero si, por el contrario, la emergencia social existía de verdad y están perdiendo el tiempo dedicándose a soflamas anticlericales en vez de resolver esos problemas tan graves que ellos identificaron en la vida de las valencianas y los valencianos, no demuestran ser más que un conjunto de irresponsables, incapaces de asumir las verdaderas obligaciones que derivan del encargo de dirigir nuestra Comunitat.

Sea cual sea la realidad, que dejo a elección de cada lector, resulta que los autoproclamados salvadores de la libertad dedican más parte de su tiempo a prohibir que a autorizar. Y, si las prohibiciones tienen que ver con la Iglesia Católica, su disfrute y regocijo parece aún mayor. El laicismo y la aconfesionalidad no tienen nada que ver con el anticlericalismo con que impregnan a cada uno de sus actos y es perfectamente compatible, como se ha venido demostrando durante muchos años, la aconfesionalidad del Estado con las creencias religiosas de muchos de sus habitantes.

Sin entrar a profundizar, por falta de espacio en este artículo, en la amplia labor social que la Iglesia Católica realiza en la sociedad valenciana y española (actividad caritativa y asistencial, mantenimiento de centros sociales y educativos, ayuda urgente a los necesitados,…) las tradiciones religiosas forman parte de la idiosincrasia cultural y social de nuestra tierra. Cierto es que este Gobierno ha dado muestras más que suficientes de la escasa o nula importancia que para ellos tienen nuestras señas de identidad, pero no lo es menos que un pueblo es lo que sus tradiciones determinan y sobrevive en base al respeto y promoción que hace de ellas.

Gustos aparte, no creo que se den motivos a nadie para sentirse ofendido cuando un cargo público  acuda a una procesión, igual que tampoco sería lógica esa ofensa cuando presida una entrega de premios o acuda a una partida de pilota valenciana. Los católicos son tan ciudadanos como cualquier otro y tienen tanto derecho como los demás a que los representantes de sus instituciones puedan acompañarles en los actos que organicen. Y, aún más, los cargos públicos deben ostentar su función de representación, sin ningún tipo de distinción, y menos aún de prohibiciones, sea cual sea la asociación, colectivo o religión que se lo proponga.

Las creencias no se imponen, pero tampoco pueden prohibirse. Se tienen o no se tienen y se comparten más o menos en función de lo interiorizadas que cada uno las tenga. Nadie, ningún católico, obligaría a un cargo público a ser creyente, pero eso no es óbice para que los representantes públicos ejerzan su labor como tales y asistan a aquellos actos en que se requiera su presencia.

Aunque insista el tango en que “veinte años no es nada”, visto lo visto en tan solo cuatro meses, habrá que empezar a pensar lo largos que pueden resultar estos próximos cuatro años. Y, según dicen, lo mejor está por llegar… después de las Elecciones Generales.

Carlos Gil Santiago
Alcalde de Benavites

 

 

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