Leer y escuchar

Viernes, 20 Octubre 2023 21:06

Decía Roberto Bolaño que escribir no es normal, que lo normal, lo placentero, incluso lo elegante, es leer. También decía que escribir es un ejercicio de masoquismo, mientras que leer lo es de sadismo, pero que es una ocupación muy interesante. ¿Se refería al hecho de leer, al de escribir, o a los dos?

Yo siempre he pensado que es mejor escuchar que hablar. El que habla no aprende nada, y si habla mucho, menos, pues se repite con frecuencia, no deja intervenir a los demás, se vanagloria de su verbo y de su capacidad de comunicar, mientras el posible diálogo se convierte en un monólogo en el que nadie interviene, más allá de una esporádica participación, y hace que los demás, a menudo, se desconecten y lo dejen hablando solo sin prestarle la más mínima atención. Pero el que escucha puede oír algo interesante, aunque oigamos tantas cosas intrascendentes, tantas falsas, tantas absurdas y tantas necias, que tampoco es muy prudente, ni muy sugestivo, perder el tiempo con algo que no va más allá de lo trivial, lo baladí, lo frívolo o lo vacuo. ¿Dónde está el equilibrio? Es difícil encontrarlo.

Leer es algo similar a escuchar, y escribir algo parecido a hablar. Pero cuando leemos algo (y me refiero a un poemario, a una novela, a un libro de historia, de literatura, de psicología, de medicina, de arte, etc.) hemos de pensar que quien lo ha escrito, antes se ha informado lo suficiente para que sepamos (normalmente aportando datos fidedignos e inequívocos) que lo que dice es cierto, aunque en el caso de algo creativo sea fruto de su visión, su imaginación o su fantasía. Dejo al margen, como se puede suponer, cualquier programa político, que con frecuencia no se cumple, o se cambia durante el trascurso de la legislatura; también desestimo todo lo relacionado con la publicidad, que solo pretende vendernos algo, y nos lo adorna hasta extremos falsos; o cualquier cosa de dudosa procedencia, de las muchas que existen en el mercado, que pretenden seducirnos para cambiar nuestros gustos o crearnos necesidades que no tenemos.

Pero si para Bolaño leer era un ejercicio de sadismo, seguramente no lo era en el sentido de querer hacer daño a nadie. ¿Quién, por una simple lectura, puede ser cruel con alguien? ¿Y quién, que quiere plasmar en el papel su forma de pensar, sus ideas, sus inquietudes, sus fantasías o sus delirios, puede atentar contra sí mismo?

Roberto Bolaño fue un gran escritor y un reconocido poeta, y desde que falleció en julio de 2003, a los 50 años de edad, se convirtió —y no solo en su Chile natal— en uno de los escritores más influyentes en lengua española. Numerosas publicaciones consagradas a su obra lo demuestran. Entre ellas, hay tres novelas, Los detectives salvajes, 2666 y la novela corta Estrella distante, que figuran entre los quince primeros lugares de la lista que unos ochenta críticos y escritores hispanos confeccionaron con los mejores cien libros en castellano de los últimos 25 años.

El hecho de haber fallecido a tan temprana edad ¿le otorga este privilegio, este reconocimiento, y le confiere la facultad de que una metáfora suya, sobre lo que supone leer y escribir, se suscriba como una verdad axiomática? Seguramente, no; pero cuando en vida se obtiene una cierta crítica positiva a la labor de alguien, esa aprobación se multiplica y se dulcifica —salvo excepciones— cuando los hados se ocupan de su memoria.

La grandeza de alguien se ve en todos aquellos que van por la vida sin pisar nunca a nadie, pero para entender a una persona no hemos de escuchar sus palabras sino observar su comportamiento. Y Bolaño, seguramente, era de esos que no pisan y de esos cuyo comportamiento dice más que sus palabras, y eso es lo que le otorga la condición de grandeza y le confiere cercanía y valor a sus libros.


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