Reflexiones junto al mar

Viernes, 08 Septiembre 2023 21:07

Aunque este artículo se escribió hace un mes, exactamente el día 3 de agosto, el periodo vacacional impidió que se publicara antes. Sin embargo, una declaración de intenciones siempre debe ser recibida con afecto, aunque sea un extraño estriptis.

Vivir junto a la orilla del mar es un privilegio, lo sé. Por un momento, iba a decir una bendición, pero no quiero inmiscuirme en teologías que a menudo, y en el mejor de los casos, solo producen dolores de cabeza, incluso pueden acarrear también que tu alma pase a engrosar la lista de las «penas del infierno» por profanar palabras sagradas. En fin, me he ido de vueltas, porque de todo esto hoy no quería hablar.

El verano, aunque aquí en Valencia sea infernal (esta es la relación que mi subconsciente ha hilvanado con el párrafo anterior), tiene la ventaja (a todo hay que buscarle la parte positiva) de que, como se duerme mal, uno se levanta pronto y, como ha ocurrido esta mañana, pone los pies en el suelo con la idea de pasear a las seis de la mañana; y qué mejor que buscar la brisa tenue de las olas, el agua cálida del mar y la arena, todavía fría y húmeda por la escarcha de la noche; observar a las gaviotas piular buscando el desayuno; y esperar a que el sol haga su aparición entre las olas y el horizonte.

A esa hora (las seis de la mañana) todavía se divisaba hoy una luna inmaculada y llena, que asomaba entre la espesura de las nubes, sucias como el tabaco, que querían engullirla. Pero el astro nocturno salía a flote una y otra vez, mostrándonos su perfil nacarado y su silueta oronda, mientras las nubes, quizá cubiertas de polución, lo que les daba ese color ocre achocolatado, se iban diluyendo poco a poco entre el azul de un cielo que cada vez se iba volviendo más claro.

Las olas reflejaban a las seis y media las pinceladas blancas, amarillas y rojizas de un horizonte ensangrentado, del que parecía que iba a nacer en breve aquel sol majestuoso que todo lo abarca; pero el astro rey se resistía a hacer su aparición, aunque alumbraba los contornos de una extraña nube que en la lejanía se asemejaba a una enorme zarza ardiente. La zarza ardiente, si aceptamos las palabras de Yalqut Al-Bihani, «simboliza el corazón del hombre. También representa el cuerpo humano, ya que una llama puede arder en el corazón del hombre, y aun con esto, su cuerpo y su corazón prosperan y el hombre no se destruye». La zarza ardiente es la denominación convencional de un episodio bíblico (Éxodo, 3: 2-5), en el que se indica el lugar donde Moisés fue nombrado por Dios para liderar a los antiguos israelitas y llevarlos hasta el país de Canaán.

En realidad, no sé por qué me meto en estos berenjenales, no sé por qué todo esto recorre mi mente, cuando una simple nube lejana cubría los contornos del sol y reflejaba su luz entre las aristas de aquella nube, impidiendo al astro que irrumpiera con el consabido esplendor habitual.

Cerca de las siete de la mañana ya se empezaban a ver en la orilla algunos paseantes. Una joven estaba sentada en la arena, meditabunda, ensimismada, esperando, seguramente, la explosión de aquel amanecer que no llegaba a producirse, y dos adolescentes se hacía fotos mutuamente, adoptando posturas complicadas y exhibicionistas, quizá para exponerlas en las redes a modo de influencers o instagramers de moda.

A las siete y cuarto de la mañana, deshice mi camino y volví a casa, después de haber inmortalizado, con la cámara del móvil, algunos momentos del recorrido por el amanecer de un día cálido de este agosto que acaba de irrumpir en nuestro calendario; y no aspiro a mucho más. Pretendo ser austero. No está el mundo para derrochar nada, pero vivir junto al mar y poder contemplar de vez en cuando el amanecer y todas sus circunstancias, son unos lujos a los que no deseo renunciar.


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