Sencillez y humildad

Viernes, 23 Septiembre 2022 21:07

En la vida hay muchas profesiones que se han de desarrollar por vocación. No nos imaginamos a una médica, a una maestra, a una enfermera, que hayan estudiado esa carrera si no sentían vocación por ella. De la misma forma, cualquier artista que se dedique a la pintura, a la música o a la escritura, por ejemplo, no va a realizar bien su profesión si no la siente con verdadera pasión.

No sé si ahora es igual, pero antes se decía que los frailes, los monjes y las monjas y los sacerdotes, antes de entrar en el noviciado, en el convento o en el seminario habían sentido «la llamada de Dios». ¿Qué es eso de la llamada de Dios, o qué era? Pues los que no estamos muy puestos en esas cuestiones religiosas, podemos suponer que debía de ser algo similar a actuar con cierta predisposición de ayuda hacia todos nuestros congéneres. Ser amable, bondadoso, austero, modesto, educado, saber escuchar los problemas de los demás, estar en cualquier momento dispuesto a echar una mano a quien lo necesite, vivir de una forma sencilla, ser humilde y alejarse de toda ostentación y grandeza.

Debo reconocer que hay muchos misioneros, muchos sacerdotes y muchas monjas que, en efecto, actúan con esa vocación cristiana, y creo que están cumpliendo su labor de una forma desinteresada y altruista, en sus respectivos conventos, en sus parroquias o en las misiones. Sin ir más lejos, hasta hace bien poco, en situaciones dramáticas estaban los sacerdotes para hacer la labor que ahora hacen los psicólogos, y creo que no lo hacían mal. Sus consejos podían ser los más adecuados y su predisposición para estar ahí los hacía casi imprescindibles.

Sin embargo, después estaba la otra parte, la otra cara de la moneda: El adoctrinamiento permanente, la imposición, la amenaza, el tener, por ejemplo, la obligación de ir a misa todos los domingos, de confesarse al menos una vez al año, en peligro de muerte o si se tenía que comulgar. El cumplir con los mandamientos de Dios y los de la Santa Madre Iglesia, el ayudar a la Iglesia en sus necesidades, es decir, colaborar económicamente con ella; y la Iglesia no era, ni más ni menos, que sus ministros, o sea, los que se llevaban la pasta. Alejarse de la mentira y de la maldad, porque las penas del infierno eran algo permanente para todo el que se desviase de la palabra de Dios, y Dios castigaba de una forma cruel…

¿Cómo el Dios cristiano —me preguntaba yo en mi infancia—, que era la bondad personificada, podía castigar a alguien a una pena eterna por algo temporal que podía haber hecho mal en un momento de debilidad? No, yo no podía pensar eso; y eso —pensaba— no era alejarse del cristianismo, sino actuar con lógica.

Hoy la sociedad ha cambiado, afortunadamente, y ya no pensamos como hace cien años o más, en los que todo estaba dominado por la autoridad eclesiástica. Ellos eran los que dictaban las normas a seguir desde sus palacios episcopales, donde la humildad, la austeridad y la sencillez brillaban por su ausencia. Sin embargo, en la actualidad quieren seguir teniendo los mismos privilegios que tuvieron en el pasado, con la misma ayuda económica con la que el Estado les favorece, y siguen ostentando un poder fáctico que llega a muchos sectores y que es aplaudido por los más poderosos y por los sectores más conservadores, mientras desde los púlpitos critican despiadadamente a la sociedad atea, y a los políticos socialistas y comunistas, pero siguen poniendo la mano para que se les dé lo que por tradición creen que aún les corresponde.

Del Estado español recibe la Iglesia católica más de 11.000 millones de euros anuales, según ha denunciado Europa laica (organización española sin ánimo de lucro, promotora del laicismo, la libertad de conciencia, el Estado laico y la separación Iglesia-Estado), y «mientras los obispos viven en un paraíso fiscal, aumenta la pobreza y se privatizan los servicios públicos». Así es. La Iglesia no se resigna a perder el poder que siempre ha ostentado, pero la población ahora ya no es tan ignorante como lo era hace un siglo escaso. Todos los «cuentos» sabemos que son sólo eso: «cuentos», y como decía el cantor «sé todos los cuentos».

Sí, ya sé también lo que me van a decir muchos, que de los colegios concertados, por ejemplo, no se tiene que preocupar el Ministerio de Educación, pero ¿cuántos colegios públicos se podrían hacer cada año con ese dinero?; ¿cuántos niños y niñas se podrían escolarizar de una forma pública?, ¿cuántos hospitales se podrían financiar?

Llevamos más de cuarenta años de democracia. 40 años en los que los mandatarios y los eclesiásticos ya no van bajo palio; pero hay otros palios, que no se ven, que les protegen de la misma manera que en el pasado.

Yo no soy muy inteligente, pero creo que la humildad, la sencillez y la austeridad, que deberían caracterizar a todas esas personas que en su día sintieron «la llamada de Dios», ya no es algo inherente a ellos, aunque tampoco lo fue nunca. Y creo que Dios, desde su infinita sabiduría, bondad y prudencia, con su silencio permanente está queriendo decir que no aplaude la labor de la Iglesia católica.


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