Javier Marías

Viernes, 16 Septiembre 2022 21:06

Hubo un tiempo en el que una de las primeras cosas que hacía, cuando me compraba los domingos El País, era leer los artículos de Javier Marías. Me parecían precisos, imaginativos, correctos —un abogado diría «ajustados a Derecho»—, y la mayor parte de las veces coincidía con él, o con su apreciación.

El pasado día 11 falleció, y ahora es fácil alabar su prosa, identificarse con sus personajes rebuscados, quizá tan rebuscados como él, unos personajes con unos tintes psicológicos muy particulares, que posiblemente danzaran entre la oscuridad de una niebla densa y la claridad de la noche. Eran muchos los que decían que se merecía el Nobel, que había sido propuesto a él en más de una ocasión, y que ahora, en cambio, nunca lo recibirá.

A menudo alabamos esa narrativa densa, indescifrable, interminable, y pensamos que eso es algo propio de una mente inteligente, lúcida y audaz. Yo no dudo de que Javier Marías fuera así, como no dudo de que se mereciera el Nobel, o de que sea considerado como uno de los mejores escritores de finales del siglo XX y principios del XXI. No lo dudo. Sin embargo empecé a leer su novela Mañana en la batalla piensa en mí y no la pude terminar. No acababa de centrarme en esa narrativa sinuosa y sombría. Siempre pensé que sus artículos de opinión ofrecían una claridad mayor, más evidente, que eran mucho más transparentes, pero que sus novelas, en cambio, eran otra cosa. A pesar de ello leí Los enamoramientos, y debo decir que me gustó, aunque en algunos momentos sufriera un cierto desgaste mental. También leí con agrado Berta Isla, y alguna otra novela más que ahora no recuerdo. Quizá estas últimas novelas, al ser más recientes, me pillaron en una época más madura, en la que estaba más preparado para llegar al final, centrándome en la lectura y olvidando prejuicios anteriores. Podría ser, pero no lo puedo asegurar.

De Javier Marías podríamos decir, haciendo un ejercicio de síntesis, que fue un escritor brillante, eso no hay que dudarlo, en el que la palabra, el lenguaje, el argumento y los personajes no dejaban a nadie indiferente. Sé que ha tenido y tiene muchos detractores. Incluso ahora, después de haber fallecido, que es cuando todos alabamos a alguien, unos cuantos siguen opinando de la misma forma negativa que lo hacían antes, y eso merece nuestro respeto, pues no es bueno amilanarse ante alguien porque haya muerto. Uno es como es, y lo es en vida y lo es después de haber fallecido.

A mí, particularmente, me agrada más la prosa sencilla, esa que huye de las metáforas rebuscadas, de las palabras oscuras y de la narrativa sinuosa. Esa que ahonda en la economía del lenguaje y explora temas sociales. Lo he comentado en más de una ocasión, pero todo eso no es óbice para reconocer que se nos ha ido un gran escritor, un gran prosista, y que muchos lamentamos el que no siga aquí, para que nos siga cautivando con sus pensamientos profundos, con su talento agudo y con sus artículos acertados.


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