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José Manuel Pedrós García

Contradicciones (III)

Viernes, 22 Abril 2022 21:04

El milagro de las bodas de Caná, el primero de los prodigios llevados a cabo por Jesús de Nazaret al iniciar su vida pública, ha suscitado también numerosas interpretaciones entre estudiosos y profanos. La mayor parte de los analistas subrayan que a una boda en Palestina, y en aquella época, no podía ir una mujer, interesándose porque faltara vino, si no era la madre del novio, lo que da lugar a que muchos piensen que aquella boda era, probablemente, la de Jesús con María Magdalena. Pero en aquella época, tanto Jesús como María, ya tenían alrededor de treinta o treinta y cuatro años, y esa era una edad muy avanzada para casarse, por lo que, suponiendo que ya lo habían hecho sobre los catorce o quince años (como era habitual), y que habían tenido un hijo (Judah), como algún historiador indica, es posible que la boda fuera la de su hijo y no la de ellos, con lo cual estaba justificado que María, la madre de Jesús, se interesara por la falta de vino, al ser la boda de su nieto. Ésa, al menos, es una de las licencias que en la novela El códice de María Magdalena, y al amparo de la lógica, me permití, introduciendo este pasaje bíblico, más para darle al milagro una interpretación racional, o científica, que otra cosa.

Todo esto es sólo un pequeño ejemplo de las diferencias existentes entre lo que nos han contado y la realidad, pero si hurgamos un poco más, veremos que tanto entre los evangelios apócrifos como entre los canónicos hay diferencias muy importantes, lo que demuestra que, o bien cada autor ha tenido una visión diferente de la misma realidad, o que los textos sagrados han sido manipulados hasta la saciedad —y esto es más viable—, para darle al «personaje» un aura de divinidad que «quizá» no tuviese; aunque creo que no debemos sacar conclusiones por los demás y debe ser cada uno el que valore lo acertado o confundido de ciertos planteamientos, en función de su fe o en función de su racionalidad.

De cualquier forma, yo no quiero librarme tampoco de la confusión, porque seguro que, sin pretenderlo, y a pesar de las múltiples revisiones hechas de la novela indicada, he caído también en algún error de base, o me he equivocado en ciertos conceptos probables, al amparo de las licencias que en una novela se pueden dar (ruego disculpas por ello); y que una cosa es lo que se puede deducir de ciertas lecturas (contradictorias o no), y otra muy distinta es la realidad. Sin embargo creo que ésta nunca podremos saberla con absoluta certeza, aunque sigamos buscando esa verdad.

Ha sido tan grande la exaltación del «mito», que la historia del «personaje» ha quedado relegada a un plano inferior.

Como conclusión final, deberíamos hacer una puntualización importante, y una puntualización que nos sirva para romper una lanza en favor de todos aquellos (evangelistas, investigadores, historiadores o devotos) que se han preocupado por plasmar algo relativo a lo que han visto, han oído o han analizado: «El error o la contradicción son síntomas de pensamiento, y eso no es grave, lo grave es no pensar».

En mi caso, particularmente, no tuve que pensar demasiado, pues en la elaboración de la novela El códice de María Magdalena conté con la inestimable ayuda de esas fuentes diferentes que me lo dieron todo prácticamente masticado, y que, aunque contradictorias en muchos casos, y con sus posibles errores, fueron de gran utilidad para poder tener una visión global del panorama político, religioso e histórico de la época, algo fundamental para una adecuada estructura del texto, así como necesario para facturar la trama que envuelve a los hechos.

Consulté diferentes archivos, documentos, mapas antiguos (para saber por dónde moverme con exactitud, intentando ser fiel a la geografía de la época), libros (algunos científicos, teológicos y filosóficos) y buceé en hemerotecas virtuales. Sin embargo, algunos de los datos me los proporcionó esa poderosa arma informativa que es Internet, y sin necesidad de salir de casa o tener que acudir al Archivo Secreto del Vaticano, para lo cual, supongo que habrá que pedir permisos especiales que difícilmente serían concedidos.

También existe una amplia bibliografía religiosa, histórica, ensayística, apócrifa (que no quiere decir falsa, sino secreta, paralela o semejante) y novelística, que utilicé.

Ciertas creencias, que el tiempo ha ido poco a poco consolidando, y que se han instalado en la memoria colectiva como algo real, es cierto que son sólo mitos primitivos que la imaginación de los más ortodoxos ha ido asentando, queriendo que formen parte de una realidad que nunca ha sido tal, aunque se haya coronado en los altares de la forma más solemne.

Pero no nos dejemos arrollar por un pasado en el que muchos de los errores ya se han superado o están en vías de superación.

Lo importante es el presente, y hemos de confiar en que el futuro que nos aguarda puede ser tan venturoso como siempre hemos soñado. Todas las crisis se superan antes o después, y si la crisis de la fe se superó en el siglo pasado con el avance de la ciencia, quizá ahora hemos de ahondar todavía más en ese avance para resolver ciertas cuestiones, pero, al mismo tiempo, puede ser importante que cierta espiritualidad cobre (o recobre) el valor que nunca debió perder, lo que nos puede acercar más a una humanidad que nos haga perder la individualidad y el egoísmo para llevarnos hasta los altares de unos avales que hemos de otorgar a todos aquellos que tenemos a nuestro lado y que nos los demandan con urgencia.

La esperanza en el progreso del ser humano es algo que no hemos de perder nunca, pero la solidaridad debemos empezar a trabajarla con urgencia, y no esperar a que nos caiga del cielo como maná. Tomemos el ejemplo de María Magdalena y de ese hombre al que ella consideró siempre su Dios; porque la vida es tan corta que sólo merece la pena vivirla si es luchando por el futuro de la humanidad: por esa herencia que hemos de dejar, a ser posible, inmaculada y sin grietas, a las generaciones venideras.

Pero la religión debe ser algo que se acepte de una forma individual, sin ningún tipo de presión, coacción o amenaza. Nunca debe ser algo impuesto o institucionalizado por la sociedad o por el estado, como lo fue el cristianismo en la Edad Media o lo es el islam en la actualidad.

Pero en alguna ocasión he hablado de tolerancia y quizá debería hablar de igualdad, porque es posible que la tolerancia esconda un hálito de superioridad, que haga que disculpemos aquello que es diferente a nuestras creencias o a nuestras ideas, pero teniendo la seguridad de que lo que pensamos es lo verdadero; y no se trata de eso, sino de pensar que nosotros podemos estar tan equivocados en nuestros planteamientos como lo puede estar cualquiera con los suyos, algo que los integrismos, que tanto peligro tienen en cualquier estamento o en cualquier religión, no admiten bajo ningún concepto, y acogiéndose a esa incuestionable verdad, que dicen les ampara, proyectan sobre aquellos que consideran infieles toda su violencia, toda su amargura y todo su rencor.


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