Refranes y cantares

Jueves, 23 Diciembre 2021 21:06

Si Navidad es la época en la que se cumplen los sueños, éste podría ser, perfectamente, un cuento para Navidad.

Estaba soñando, lo sabía, y lo sabía porque todos los colores los veía muy tamizados, como desdibujados, tirando a blanco y negro, o a sepia, y siempre me habían dicho que se soñaba así, en colores, pero con unos colores muy claros, como las bolas de los árboles de Navidad que se llevaban este año. Su Majestad me había llamado, bueno, me había enviado un correo electrónico tres días antes para comunicarme que quería hablar conmigo, y desde entonces yo estaba nervioso, inquieto. No era normal que el rey Edmundo III me dijera que tenía prevista una audiencia conmigo en palacio para comentarme un asunto de sumo interés. ¿Qué asunto sería para que fuera de sumo interés?, me preguntaba yo, y ¿para quién sería de sumo interés, para él, para mí o para el país?

Faltaban apenas veinticuatro horas para la audiencia real, y aunque sabía que estaba soñando, pensaba en lo importante que podría ser esa audiencia con Su Majestad, esa audiencia en la que, por fin, Edmundo III me sacaría de dudas y me diría cuál era el motivo por el que me había convocado.

En realidad, yo no era una persona importante, ni tenía ningún título nobiliario que me permitiera codearme con los grandes, porque ni era duque, ni marqués, ni conde. Sí, mi padre era barón, pero yo era el cuarto de cinco hermanos y ni por asomo pensaba heredar el título que mi padre había heredado de mi abuelo. Además, barón tampoco era ninguna cosa del otro mundo. Dentro de la escala de la nobleza, si mal no recuerdo, estaba en séptima posición, y sólo había ocho categorías nobiliarias.

Pero eso, de cualquier forma, no era lo más importante. Lo importante era pensar (o saber) qué era lo que me quería decir el rey, y eso era lo que me calentaba la cabeza una hora y otra, cada minuto. Y desde que había abierto mi correo electrónico y me había tropezado con la noticia, no paraba de darle vueltas a mi cabeza, pensando en el asunto que no me dejaba dormir. Pero estaba dormido, y estaba soñando. Lo sabía, sí. Y me miré en el espejo para comprobar si mi indumentaria era la adecuada para presentarme ante Su Majestad, y vi que sí que lo era. El traje de terciopelo verde pálido, con bordados dorados, como correspondía a la época, las calzas de un azul oscuro, casi negro, que hacían juego con la capa, y las botas altas de media caña. Tenía preparado mi carruaje, tirado por dos elegantes corceles de color marrón oscuro, y el mayordomo y el chófer estaban preparados también, vestidos como correspondía a su jerarquía, para acompañarme hasta palacio. Pero, ¡un momento, a ver! Algo no me cuadraba, porque ¿en qué época estaba? ¿Aquello era la época feudal o estábamos en el siglo XXI?, porque no me cuadraba el traje y el carruaje con la comunicación del rey por correo electrónico. ¡Qué complicados son los sueños! A veces mezcla uno cosas tan absurdas que es difícil entenderlos porque rozan el surrealismo, pero, en fin, los sueños son así, por eso son sueños.

Estaba deseoso de llegar con puntualidad. Su majestad no podía esperarme, pero no sabía si debía despertar del sueño o no. Quizá, mientras soñaba, estaba hilvanando todos los detalles, que serían los más convenientes para presentarme ante la primera autoridad del país, que con su porte elegante y rígido dirigía los destinos de todos sus súbditos desde una altura que se acercaba a los dos metros. Bueno, en realidad, no los dirigía, porque el país era una monarquía parlamentaria, y ya sabemos que es el gobierno y no el rey el que manda.

Pero al final no pude contenerme más, no pude alargar más el sueño, y desperté. Me quedé mirando fijamente el estucado blanco de la habitación, el techo y la lámpara con luces LED, pensando en lo absurdo de aquel sueño, mientras intentaba descifrar el significado que tenía, si es que tenía algún significado, ¡claro! Y entonces lo adiviné todo: Edmundo III representaba algo, sin duda, y pensé que el primero de los Edmundos, su abuelo, habría sido el que había instituido la monarquía parlamentaria como forma de gobierno; la confirmación de ésta como elemento configuracional del estado le había correspondido a Edmundo II, su padre; y Edmundo III debía ser sin duda el que abandonara todo lo anterior para encontrar otra fórmula mejor de gobierno. ¿Sería eso lo que quería transmitirme el monarca? No lo sé, porque a las seis de la mañana estaba completamente desvelado, y una hora después me levanté; sin embargo aquel sueño parecía una señal de algo, quizá una premonición, aunque tampoco sabía de qué. Me quedé pensando, y enseguida caí en la cuenta: yo era republicano, ¿qué hacía, entonces, embarcado en semejante pesadilla?


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