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José Manuel Pedrós García

La vida ahora

Viernes, 10 Diciembre 2021 21:07

Todavía sigo escribiendo poemas, aunque ya no tengo 18 años, y a estas alturas de la vida uno debería ser más llano, más escueto, más sencillo, y debería ver la existencia desde otra dimensión.

Pero me rebelo contra el tiempo, quisiera seguir siendo aquel niño tranquilo e inquieto (parece una contradicción, pero así era) y soñador, aunque en realidad no soñaba nada (o sólo soñaba despierto, o sólo soñaba ser mayor), al que no le dejaban moverse de la silla, y que lo único que anhelaba era tener un hermano mayor que le defendiera de las agresiones y los insultos de los demás niños, esos con los que nunca me peleaba, pero que no me dejaban participar en sus juegos, y a los que miraba con la cabeza agachada y el rictus de seriedad que siempre marca la timidez y la introversión, ¡qué ingenuidad!

Quisiera ser ese niño, pero con la fortaleza del adulto actual, con los conocimientos adquiridos a través de una vida de sinsabores, en la que sólo acampan los más fuertes, y los demás se van quedando en la cuneta, como marcados por una selección natural que sólo acepta a los líderes de la manada.

Pero a veces no es más débil el que aparenta debilidad, sino ese de músculos machacados, voz recia y mirada oblicua; o ese que sólo aspira a imponer su voluntad a los demás para demostrar su poder y su autoridad; o el que negocia corruptelas con las personas más importantes del país, o de otros países, para aumentar una fortuna material que ni necesita ni se va a poder llevar tras su óbito.

La mirada debería ser transparente, recta, la voz, condescendiente, y la fortaleza física…, bueno, esa fortaleza no importa, porque el tiempo todo lo macera. Respecto a lo demás, no merece la pena aclarar nada. Todos sabemos que, en realidad, no hay persona más débil que esa que intenta aparentar dominio y potestad, como le ocurre a los que son pequeños de estatura, que se estiran para parecer más altos, o se agachan delante, en la foto de familia, para que no se vea su altura.

Lo que de verdad importa al final es llegar a la meta con la cabeza alta, la sonrisa abierta y la seguridad de no haber defraudado nunca a nadie. Si a eso le sumamos la ingenuidad y la inocencia infantiles, podremos seguir caminando por la vida hasta la eternidad, habremos superado el techo marcado por una naturaleza que a veces nos amordaza y nos asfixia, sin dejarnos comprender el verdadero significado de la vida, y habremos alcanzado la inmortalidad desde nuestra condición inexorable de mortales.


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