Imprimir esta página
José Manuel Pedrós García

Veinte años

Viernes, 15 Octubre 2021 21:06

Ahora que ya he superado una edad prudente, me he mirado en el espejo de mis veinte años, y no recuerdo que me haya dejado en el camino nada de todo aquello a lo que aspiraba a esa edad. Quizá a mis veinte años no tenía grandes aspiraciones: Encontrar una compañera de viaje inteligente, alegre y cariñosa; formar una familia; tener un trabajo digno que me permitiera vivir con cierta holgura y tranquilidad; dar a los hijos que pudiera tener una educación en la que la responsabilidad, el trabajo bien hecho, el respeto, la solidaridad y el amor a los demás fueran sus metas más inmediatas, es decir, lo mismo que yo deseaba para mí. Tener algunos amigos con los que compartir vivencias, alguna comida en un ambiente distendido y algún viaje cultural o de recreo. Y poco más. Y después de todo esto, disfrutar de una jubilación relajada, leer todo aquello que cayera en mis manos y fuera de interés para mí, y plasmar en el papel mis inquietudes más sobresalientes o mis anhelos más profundos.

Después de cincuenta años, me miro en el espejo y no observo que las arrugas de mis ojos hayan tamizado demasiado su brillo juvenil, ni que las comisuras de mis labios se hayan interpuesto es esa sonrisa franca y espontánea que siempre quiero esgrimir. Tampoco hay mucha escasez de pelo en mi cabeza, que vislumbre unos quebraderos asfixiantes, ni el pelo se ha teñido por completo de plata, señal, posiblemente, inequívoca de perturbaciones o inquietudes opresivas, porque, además de influir la herencia genética, los problemas también ayudan a esto.

En realidad, no recuerdo con exactitud si a mis veinte años tenía otras aspiraciones más sublimes o más excelsas. Y si a los veinte años no era de esos que se quieren comer el mundo, tampoco ahora soy de esos que no quieren que el mundo se los coma a ellos. Mi vida no ha sido ni una sucesión desordenada de ambiciones materiales, ni un proceso continuo de fracasos, dudas, desengaños y desilusiones. Puedo decir, como decía algún poeta cuyo nombre no recuerdo, que me puedo ir con la cabeza alta, con el deber cumplido y con esa máxima de tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro realizada.

No aspiro a grandes cosas en la vida. No tengo anhelos mayestáticos, ni sueños ambiciosos, ni fortunas inalcanzables que superar. Mi camino no ha estado sembrado de baches ni escollos, porque no me he apresurado con desenfreno a recorrer la vida pisando los escalones con desmesura, sino subiéndolos lentamente, de una manera sosegada pero progresiva, sin ascensos y descensos vertiginosos, de esos que producen desencuentros, desamores, deslealtades y zozobras. Si esto es la felicidad, puedo decir que la he alcanzado, y si no lo es, puedo decir con orgullo que he sido feliz de esta forma sencilla y transparente.

La felicidad no es un estado, por lo menos no es un estado permanente, ni definitivo. La felicidad es una serie de momentos, más o menos fluidos, más o menos aislados, más o menos espontáneos, que se dan en todas las personas, como se da la tristeza, la ambigüedad, la apatía o el desánimo. Sin embargo, creo que la felicidad se da más entre los que abrazan la humildad, el altruismo y la sencillez que entre los que se regodean con la soberbia, el egoísmo y la fastuosidad; y esto no pretendo que sea ni una declaración de principios ni una tesis irrefutable, porque lo único incuestionable es que nacemos desnudos y morimos solos, aunque nos rodeen en el último momento nuestros familiares o nuestros amigos; y durante el tiempo de nuestra vida luchamos por lo que no hemos traído, por lo que no necesitamos y por lo que no nos llevaremos, y esta es la mayor de las incongruencias del ser humano: luchar por todo aquello que antes o después vamos a dejar.

Creo que nada más tengo que decir. El espejo no me hace ver a un ser muy diferente de ese que a los veinte años veía. En esta vida sólo tengo palabras de agradecimiento. En primer lugar, a la vida, por cómo me ha tratado; en segundo lugar a la familia y a los amigos que —creo— siempre han visto en mí a una persona en la que confiar, y en último lugar a la naturaleza, a la providencia o a los dioses, que no me han castigado con penurias, miserias, necesidades o carencias.

No pretendo que esto sea una despedida de nada ni de nadie, porque espero que todavía me quede mucha cuerda y mucho camino por recorrer. Simplemente deseo ser, una vez más, agradecido a todos los que de alguna forma han compartido conmigo algunos momentos de su vida, y agradecido a ese Cosmos infinito que nos aguarda a todos, para que las moléculas que de nosotros queden al final de nuestra andadura sigan formando parte de él.


Si le ha interesado esta información, puede unirse a nuestro canal de Telegram y recibirá todas las noticias que publicamos para el Camp de Morvedre. Síganos en https://t.me/eleco1986

Lo último de José Manuel Pedrós García