Sensibilidades

Viernes, 01 Octubre 2021 21:07

El cambio del verano al otoño (o el principio de esta estación de madroños, castañas y granadas) es una época en la que las sensibilidades afloran y, a menudo, incluso se alteran. Se producen desconsuelos, abatimientos y angustias; el desánimo, o la melancolía, se adueñan del espíritu de muchos mortales cuando notan que la tibieza del verano se descompone, y que el frío empieza lentamente a aparecer; el sueño se alborota, y a ciertas personas todo esto les supone rozar la ansiedad cuando el más mínimo comentario, que no concuerda con sus ideas, surge de alguien próximo.

Hay gente a la que le gusta decir la verdad, «su verdad», y apelan a la verdad absoluta, aunque sepamos que no existe, y a la sinceridad por encima de todo; pero, claro, después se molestan, o se deprimen, cuando los demás actúan a la recíproca y les dicen también su verdad, lo que piensan, aquello que no les gusta escuchar, aquello que preferirían que su interlocutor silenciara; pero como dice el dicho, «El que está a las duras debe de estar también a las maduras». Y eso no nos gusta, a nadie, aunque haya habido algún artista, especialmente conocido por su excentricidad, que dijera en su día que la gente sólo habla bien de los mediocres, y que de la gente realmente interesante, de los genios, la gente siempre habla mal, por lo que lo importante es eso: «Que hablen de uno, aunque sea mal».

Frases como éstas: «Yo siempre digo lo que pienso», «Yo soy así», «Yo no me escondo para decir lo que sea»… sólo sirven para revertir ciertos modales, ciertas mentiras piadosas encaminadas a que la animadversión se diluya. Hay determinadas personas a las que les gusta que todos estén pendientes de ellas en cada momento, ser el centro de todo, como decía Cecilia en su canción Dama dama, ser «la novia en la boda, el niño en el bautizo o el muerto en el entierro, con tal de dejar su sello». Es decir, no pasar desapercibidas, pero que, además, aplaudan su valía, su interés por todo lo que emprenden, su mérito…

Yo no puedo pretender —por ejemplo— que los demás admitan mis teorías, aplaudan mis gustos o mis gestos, o suscriban mi ideología, y sin embargo solicitamos que se acepte nuestra sensibilidad, que los demás se pongan en nuestro lugar, o nos den la razón, o nos dejen hacer, o admitan nuestra verdad sin cuestionar de la misma ni una sola coma.

En realidad, no sé qué nos pasa, pero todos queremos tener siempre un buen criterio —aunque algunas veces sólo lo parezca—, que los demás comulguen con nuestros argumentos y que se haga lo que nuestra voluntad dicte. Y eso no puede ser. Hay que consensuar opiniones para salir airosos de cualquier situación, pero eso no significa que los demás deban ceder siempre para que yo triunfe, alcance la victoria y mi sensibilidad se encuentre reforzada. No. Porque todos tenemos nuestra sensibilidad, más o menos acusada, más o menos latente, más o menos enrevesada, más o menos compleja, pero tan digna como la de los demás.

Creemos —y sigo con los ejemplos— que somos considerados y atentos, y que con moderar nuestra voz, con escuchar un mínimo a nuestro interlocutor, con hablar sin ningún tipo de acaloramiento o con ser, aparentemente, educados, ya está solucionado todo. Pero no es así, o no es sólo así, porque en cualquier momento puede surgir la fiera (Mr Hyde) de nuestro interior y estropearlo todo.

Vivimos en un mundo en el que todos necesitamos de todos, y las diferentes ideologías y los diferentes criterios de actuación, una veces nos unen pero otras nos separan, y cada uno luchamos (quizá apasionadamente, o quizá «empecinadamente») por mantener la cabeza alta, el ego y la vanidad.

El mundo está lleno de egos desorbitados y vanidades ingentes, que sólo pretenden alcanzar el glamour que les da el poder (algunas veces sólo el poder económico), ese poder sobre los demás que intentamos camuflar bajo las apariencias de una idea de democracia sólida. Porque sí, ahora ya no hay nobles ni vasallos, pero hemos creado unas clases sociales que no son mucho más diferentes de las que existían en la Edad Media, de esas que se encontraban tan polarizadas, y que hacía que unos pocos vivieran en la opulencia mientras el resto lo hacía en la más absoluta de las miserias. Sin embargo, esto último parece que tiene muy poco que ver con la sensibilidad de cada uno, entre otras cosas porque hay muchos cuya sensibilidad brilla por su ausencia.


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