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José Manuel Pedrós García

El Infinito

Viernes, 21 Mayo 2021 21:07

Estoy releyendo El infinito en la palma de la mano (Seix Barral, Premio Biblioteca Breve 2008), una novela de la escritora nicaragüense Gioconda Belli, cuyo relato, que ya me cautivó en su día, ahora, después de más de una década, estoy saboreando de nuevo con todas sus particularidades y, si cabe, con más entusiasmo que en el año 2008.
Gioconda Belli es autora de una obra poética de reconocido prestigio internacional, y esta novela no se escapa a la sensibilidad, la pasión, la ternura, el sentimiento y la delicadeza que caracteriza a cualquier obra poética, por lo que en estos momentos estoy disfrutando de una literatura en estado puro, de una literatura que va más allá de modas, reconocimientos o circunstancias puntuales.

Esta relectura me ha hecho reflexionar sobre algunas cuestiones, que a menudo han danzado por mi mente, sobre el papel de los textos sagrados, su influencia y su devenir. Siempre he pensado que si la Biblia la hubiesen escrito mujeres, en vez de hombres, habría sido, lógicamente, diferente; y esta novela, que nos presenta al primer hombre y a la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas, esta novela, como digo, en la que la poesía y el misterio están unidos, tenía que ser diferente, primero, por estar escrita por una mujer, y segundo, por haber contado con la pluma de una persona cuya sensibilidad no es ajena a todos los misterios, dramas y pasiones de los que se nutre la historia de nuestros primeros padres.

La historia de Eva, que nos la han pintado como la causante de todas nuestras desdichas, al haber desobedecido al Creador y haber comido del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, y haber dado de comer después a Adán, no es una historia, en el buen sentido de la palabra, verosímil. Esto es algo que se puede ver a todas luces, pues desde la óptica del siglo XXI, en el que estamos, parece más un cuento infantil que otra cosa.

Todos los textos sagrados fueron escritos por hombres, y fue más fácil para ellos, seguramente, culpabilizar a Eva y a todas las mujeres de los males de este mundo, que reconocer que tanto ellos como ellas participan de los mismos defectos y de las mismas virtudes; y que si el mundo no es justo, no es porque, desde el pecado de Eva, Dios condenara a la raza humana al trabajo, al sufrimiento y a la muerte, y eso haya hecho que queramos imponernos a los demás, para que nuestro poder nos haga superiores, más fuertes o más importantes, sino porque el ser humano es egoísta por naturaleza, y ansía cada vez más bienes, más poder, más territorios y más riquezas, en lugar de compartir con los demás lo que posee y agradecer a Dios, a la Naturaleza o a quien sea lo que le ha dado.

El Génesis dice que Eva fue la que pecó al comer de la fruta prohibida y dar de comer a Adán, pero ellos no tenían ninguna posibilidad de elección. Eva llegó al conocimiento y el conocimiento le llevó a poder elegir entre algo prohibido (lo que le atraía) o no elegir nada y seguir pasiva, y eligió lo atractivo. El pecado estaba más en el conocimiento de algo que en la desobediencia a Dios, y Eva fue muy inteligente y eligió un camino, el del conocimiento, aunque ese camino estuviese prohibido, como lo está en muchas dictaduras; pero todo eso —sin ninguna duda— es lo que escribieron los hombres, aunque argumentasen que lo hacían en nombre de Dios; y decidieron que Eva era la pecadora, la que había infringido la ley divina, y por eso nos llegó a todos el pecado y la muerte. Si el Génesis lo hubiesen escrito las mujeres, quizá ahora todos pensaríamos que había sido Adán el que desobedeció a Dios y pecó, al comer de la fruta prohibida, pero eso, lamentablemente, nunca llegaremos a saberlo, porque lo que se refleja en el Génesis es ya irreversible, se ha instalado en nuestras vidas, y en la memoria colectiva de occidente, de tal forma que en la actualidad es inamovible e incuestionable, al menos para todos aquellos que tienen el poder de crear y anular los dogmas; porque lo que pensemos los demás… eso, ya es otra cosa y, además, no le importa en absoluto al clero.


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