Nobleza

Viernes, 05 Febrero 2021 21:07

En más de una ocasión he pensado esto: «Una vez haya muerto, qué importa mi legado, qué importan mis acciones, qué importa lo que pueda haber dicho, lo que haya escrito o lo que haya olvidado escribir. Qué importa lo que haya publicado o lo que quede dormido en un cajón, quizá pudriéndose, mientras las ratas o las cucarachas dan cuenta del papel y las letras se diluyen entre la nada y el polvo».

Hace tiempo, quizá en un alarde de franqueza, de cursilería, o quizá alardeando una aparente (aunque lejana) posición filosófica, escribí algo parecido a esto otro: «Sin nada nacemos, nada nos llevamos al morir, pero durante el periodo de nuestra vida luchamos por lo que no trajimos y por lo que nunca nos llevaremos».

Lo mismo que sucede con las cosas materiales, sucede con todo lo demás. De la misma forma que deseamos dejar a nuestros hijos una herencia material, o les inculcamos a que estudien una carrera para poder enfrentarse con tesón a la vida, intentamos dejar al mundo lo mejor de nosotros, o eso que consideramos lo mejor; pero en realidad, somos unos ilusos, unos ingenuos (en el mejor de los casos), o unos falsos en la peor de las circunstancias.

Ningún rey, ningún profeta, ningún gran estadista es tan importante como para considerar que su mensaje, o su legado, va a durar eternamente y va a poder solucionar todos los problemas que a diario se nos presentan, y eso que los problemas del mundo se repiten una y otra vez, son siempre los mismos, generación tras generación, y ya deberíamos haberlos solucionado hace mucho tiempo; porque el ser humano, como especie dominante, apenas lleva sobre la faz de la Tierra unos cuantos miles de años, y eso ¿qué es si lo comparamos con la antigüedad de nuestro planeta? Nada, apenas una minúscula parte, el último minuto, de la última hora, del último día de un año nefasto.

A veces pretendemos hacer algo por los demás, ser el espejo de muchos, pero esto, que aparentemente nace de nuestras entrañas más altruistas, ¿lo hacemos simplemente por filantropía, por nobleza o por abnegación, o pretendemos que alguien, alguna vez, reconozca nuestro trabajo o nuestro interés? Que pueda, en definitiva, perdurar en el tiempo nuestro mensaje o nuestra figura.

Con nuestro aspecto físico ¿qué ocurre? Podemos aparentar una fortaleza sin límites, y seguramente somos las personas más débiles o más quebradizas que existen; y viceversa. ¿Y nuestra bondad, nuestra cultura o nuestra inteligencia? Lo mismo. A veces nos revestimos de una apariencia extraña, una apariencia que da la impresión de que seamos bondadosos hasta el extremo, y sin embargo somos los seres más mezquinos; o simpáticos con todo el mundo, y después, la realidad es que somos todo lo contrario, porque llevamos un disfraz que, a fuerza de verlo una y otra vez, a fuerza de mirarnos con él en el espejo, nos puede engañar incluso a nosotros mismos.

Qué difícil es valorar ciertas cosas, qué difícil es equilibrar la balanza, pero sobre todo qué difícil es que nuestro desprendimiento o nuestra liberalidad no alberguen algún tipo encubierto —o evidente— de egoísmo, de ese egoísmo innato que disfrazamos de altruismo, de sencillez o de solidaridad.


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