Los Tres Magos. Un cuento de Navidad

Miércoles, 30 Diciembre 2020 20:05

Hacía quince años que habían empezado los tres a estudiar Medicina en Valencia, y desde entonces habían estado tan unidos como si fueran hermanos. Ahora los tres formaban un equipo en el hospital LA FE de Valencia, y todos sus compañeros los conocían como «Los tres magos» por su delicadeza y su sabiduría con el bisturí, pero también por su ensamblaje y, sobre todo, por sus nombres.

Baltasar había llegado en patera, cruzando el estrecho, después de muchas tribulaciones en Marruecos para conseguir un pasaje que le permitiera llegar hasta España. Procedía de Ghana, en el oeste africano, y sus padres habían tenido que vender varias vacas para que el joven Baltasar pudiera conseguir su sueño: llegar hasta Europa, estudiar una carrera y establecerse dignamente. Melchor era de Rumanía, había llegado a Valencia con su familia cuando tenía cuatro años, y le había costado mucho quitarse de encima el estigma de que todos los rumanos venían a España para robar. Gaspar era ruso, de Moscú, pelirrojo y bien parecido, y cuando estudiaba en la facultad todos le auguraban un futuro prometedor en la medicina. Desde que los tres empezaron la carrera, y sus vidas se cruzaron, se volvieron inseparables. Ahora formaban un tándem indisoluble en LA FE.

José había decidido dar el golpe de su vida. Si le salía bien, no tendría que volver a pensar en cómo malvivir, y había estudiado hasta el detalle más pequeño de todos los pormenores de aquel banco, que a las dos y media de la tarde recibía cada tres días la visita del furgón blindado, que se llevaba de la entidad una cantidad ingente de dinero.

No necesitaba a nadie. Él sólo se bastaba para llevar a cabo el atraco, aunque su novia le esperaría en la puerta, al volante del viejo Renault Megane, que él mismo había revisado meticulosamente para que ninguna fisura les entorpeciera la huida.

A las dos y veinticinco, antes de que llegara el furgón blindado, llegaron a la puerta del banco y aparcaron en un lugar discreto. María iba al volante, y allí se quedó. José salió del coche cuando comprobó que el último cliente había abandonado el banco, y se dirigió directamente al despacho del director. Entró sin pedir permiso, después de sacar una pistola del bolsillo.

—¡Esto es un atraco! —dijo—. Abra la caja fuerte y deme el dinero. Si actúa con normalidad no le pasará nada a nadie.

—Tranquilo —dijo el director del banco levantando las manos, después de pulsar con la rodilla el botón de alarma que tenía debajo de su mesa.

—No haga ninguna maniobra extraña —dijo José—. ¡Vamos!

El director, con las manos en alto, y seguido de José, que le apuntaba a la espalda, salió de su despacho y se encaminó al búnker donde estaba ubicada la caja fuerte.

—Dese prisa. ¡Vamos, que no tenemos toda la mañana!

—No puedo darme más prisa. La caja fuerte es de efecto retardado y no se abre la puerta antes de cinco minutos.

Aquello era un impedimento que José no había tenido en cuenta, pero no sería un inconveniente insalvable. Cinco minutos —pensó— no iban a entorpecer demasiado su labor.

Diez minutos después, cuando el director estaba metiendo el dinero en una bolsa de deporte que llevaba José, la policía ya estaba apostada en la puerta del banco, y había controlado el Renault Megane, cuya conductora les había parecido sospechosa.

Al salir José con la bolsa se produjo el tiroteo. José cayó herido en una pierna, y la policía no tardó en ponerle las esposas y detenerle. Unos segundos antes, María, que estaba embarazada de siete meses, salió del coche y se dirigió hacia la puerta del banco gritando, al ver que José caía abatido. Un policía nervioso disparó también contra María, que no llevaba armas, y los dos quedaron abrazados y malheridos, antes de que llegaran las ambulancias y los trasladaran a los dos al hospital.

Las heridas de José no revestían gravedad, pero las de María se antojaban más importantes, aun así los tres magos, que estaban de guardia ese día, se afanaron por salvar a la madre y al niño que llevaba en su vientre.

—Melchor, dame el bisturí. Sujeta aquí el hilo, Gaspar.

—¿Te seco el sudor, Baltasar?

—Sí, gracias, Laura. Eres un sol.

La tarde se convirtió en noche, y antes de las ocho de la tarde, cuando el sol se había puesto entre unas nubes densas y avinagradas, los tres magos consiguieron sacar a un pequeño niño y trasladarlo a la incubadora, mientras su madre se debatía entre la incertidumbre, el desasosiego y la esperanza.

Aquel 24 de diciembre no había podido ser más aciago, pero Baltasar consiguió el pequeño milagro de que María saliera con vida de aquel trance.

—Quiero ver a mi hijo —dijo cuando despertó de la anestesia.

—Tranquila. Ahora descansa que aún estás muy débil.

—¿Y José?

—Aquí está, muy cerca. Ahora vendrá a verte.

—Pero ¿mi hijo está bien?

—Está bien. No te preocupes —dijo Melchor—. Todo ha ido muy bien.

—¿Cómo le vais a poner al niño? —dijo la enfermera con una sonrisa.

—Jesús —contestó María, sonriendo también, mientras se le iluminaban sus enormes ojos negros.

Unos cuantos metros más allá, en la incubadora, aquel niño prematuro, que había tenido que nacer antes de hora, estaba entubado y con una pequeña vía en el brazo derecho, pero ya empezaba a mostrar signos de una fortaleza que en el mundo al que acababa de llegar iba a necesitar, mientras sus padres, de dieciocho y veinte años serían arrestados, una vez recuperados, y puestos a disposición judicial, aunque, como sólo habían resultado heridos ellos dos, se presumía que la condena no sería excesiva; y Jesús, mientras tanto, tendría el apoyo de aquellos tres padrinos que, con su «magia», le habían salvado a él y a su madre de una muerte segura.


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