Heterodoxia

Viernes, 11 Septiembre 2020 19:06

A menudo nos da la impresión de que lo ortodoxo es siempre lo más correcto, lo que se ajusta a las normas, todo eso que debería identificarse con nuestra forma de actuar habitual; pero muchas veces sucede que todos los que predican esa forma de comportamiento, después no actúan en función de sus palabras, se saltan todas las normas y van por la vida con la cabeza muy alta pero haciendo todo lo contrario de lo que ellos proclaman. No sería necesario poner ningún ejemplo, pues lo vemos en todos los estamentos y en todas las clases sociales, en todas las jerarquías y en todos los niveles. Las personas somos así, nos regimos por unas normas, pero creemos que las leyes están para incumplirlas, y cuanto mayor es nuestro estatus social, mayor es el grado de conocimiento que tenemos de todo, y mayores son, en consecuencia, las fisuras por dónde sabemos que podemos eludir a la ley.

La heterodoxia, en cambio, es otra cosa, y hace referencia al desacuerdo o a la disconformidad con los principios de una doctrina, o con las prácticas o normas tradicionales, que son aceptadas por la mayoría como las más adecuadas en un ámbito determinado. Sin embargo, sabemos que los heterodoxos son los que a menudo van por delante de la sociedad, y cambian las cosas en beneficio de todos, y cumplen con sus propias normas a rajatabla, demostrando que su ética está por encima de todo eso que los demás sólo predican.

Y es muy curioso, por ejemplo, cómo los patitos feos, que todos desprecian, después se convierten en preciosos cisnes; o cómo un paraguas rojo destaca entre una multitud de paraguas negros; o cómo un artista, que en su tiempo no vende ni un solo cuadro (pongamos que hablo, por ejemplo, de Van Gogh), porque es un loco incomprendido, cuando fallece sus pinturas se cotizan a precios astronómicos; o cómo Galileo Galilei, en contra de la opinión de la Iglesia de su tiempo, sabía el error en el que siempre se había caído al considerar que la teoría geocéntrica era la correcta, y que el físico italiano —según esa Iglesia católica— había caído en un tremendo sacrilegio al decir lo contrario.

No podemos despreciar a todos aquellos que quieren que el progreso cabalgue al ritmo necesario, sólo porque piensen lo contrario de lo que una mayoría piensa (o de lo que una mayoría cree); una mayoría que se rige escrupulosamente por las normas establecidas, que no hace nunca nada por cambiar la posición, y que circula sumisa por el camino que se le marca, un camino que esclaviza sus gustos personales y anula su imaginación. Pero eso es lo que quiere la sociedad bien pensante: individuos adiestrados en las normas establecidas, que no se salgan ni un ápice de ese camino que la propia sociedad marca e impone. Y si los niños son imaginativos por naturaleza, y no son capaces de mentir ni por piedad, una pequeña parte de la sociedad adulta también lo es. Los artistas están entre ellos, pero también lo están otros que sólo pretenden que lo rancio y lo podrido desaparezca, para dar paso a lo nuevo, a lo inédito, eso que nos puede hacer avanzar en lugar de retroceder o de permanecer estancados; esos que apuestan cada día por el progreso en contra del inmovilismo, del retroceso o de la barbarie.


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