El mensaje

Viernes, 17 Abril 2020 19:06

Estamos en plena Semana de Pascua, la continuidad de la Semana Santa. Otros años la gente aprovechaba estos días para irse de viaje y desintoxicarse un poco del trabajo cotidiano, algo que siempre está muy bien. Este año, que estamos confinados en casa, sería bueno que pudiéramos dedicar, aunque fueran sólo unos minutos, a reflexionar; pero no a reflexionar sobre la muerte, o la resurrección, o el Más Allá, como nos ha enseñado siempre la Iglesia, que en esta época del año podría ser algo adecuado, sino una reflexión encaminada a pensar algo que pudiera acoplarse a nuestro mundo actual o a nuestro bagaje como raza o como estirpe, para que el progreso y la calidad de vida abarque a todos y no sólo a unos pocos elegidos, es decir, reflexionar sobre algo que se alejara de los dogmas y credos que siempre nos han enseñado y que tenemos tan enraizados.

Más de una vez he pensado que, si el mensaje de Jesús de Nazaret fue un mensaje claramente progresista, y eso fue motivo para que en un principio se persiguiera a los cristianos, ¿por qué su Iglesia se ha refugiado siempre, o al menos desde el siglo III o IV, más o menos, en un conservadurismo casi déspota que nada tiene que ver con aquel mensaje inicial de tolerancia y de amor, que su hipotético fundador quería transmitir?

Nuestros credos de hoy deberían alejarse de los credos clásicos, en los que el miedo a una condena eterna dominaba la ignorancia de las gentes más humildes y aumentaba el poder de los obispos y prelados, más cercanos a la nobleza y a la realeza que al pueblo llano.

En el siglo XXI deberíamos adentrarnos en unos credos diferentes: Los credos de una Iglesia que progresara más en el mensaje de Jesús; una Iglesia que apostara por los más pobres y no se dedicara a bendecir sólo a los ricos; una Iglesia que diera al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; una Iglesia que en vez de pedir ofreciera a todos la ayuda necesaria, pero una ayuda material, no esa ayuda espiritual que nadie supo nunca ubicar en algún lugar concreto; una Iglesia que no se apresurara a escriturar a su nombre propiedades que no le pertenecen, y que pagara religiosamente, como todos hacemos, el IBI de sus inmuebles; una Iglesia que fomentara la Teología de la Liberación, sin excomulgar a nadie, sin suspenderle A divinis y sin acusar con el dedo delator a todos aquellos que son de una condición diferente y apuestan por una salvación aquí, en la Tierra, que es lo que conocemos y donde estamos.

La Iglesia católica también ha estado siempre muy cerca de la derecha más conservadora (lo que la hace retrógrada), y ha apoyado los votos negativos de sus miembros a cualquier medida de reforma y progreso (y todos sabemos cuáles han sido), y muchos prelados han acudido, codo con codo, con los representantes populares, a manifestar su desacuerdo contra esas medidas «tan poco cristianas» de las que después, sin embargo, se han beneficiado. Pero la Iglesia, además, desde tiempos inmemoriales, ha estado en contra, por sistema, de cualquier avance científico, médico o tecnológico, como lo ha estado también de cualquier respuesta biológica a determinados enigmas sobre la génesis de nuestra especie, y sólo ha aceptado muchas de las verdades y de los descubrimientos de la ciencia, cuando eran tan evidentes que negarlos se convertía en algo «contra natura»; aunque también es cierto, y eso no lo olvidamos, que muchos misioneros y religiosas se desviven en el Tercer Mundo por hacer más apacible y más humana la vida de todos esos desheredados de la fortuna, cuyo único pecado ha sido nacer en una país sin recursos y sin riquezas naturales.

Más de una vez he pensado también —y sigo reflexionando— qué pasaría si, como espera la Iglesia, Jesús volviera a reencarnarse, y se produjera esa tan esperada segunda venida. Seguramente no se daría a conocer, permanecería en el anonimato, porque si lo hacía, los políticos conservadores y los prelados más influyentes y con más poder acabarían con él, de la misma forma que hicieron en el siglo primero las autoridades religiosas de Jerusalén, encabezadas por el Sanedrín, como corte suprema de la ley judía, con el beneplácito de Pilato, prefecto de Judea.

Nadie parece que pueda posicionarse contra el poder de lo establecido, y hoy por hoy, a pesar de todas esas medidas de progreso, que poco a poco se van alcanzando para hacer una sociedad más justa, más equitativa y más igualitaria, sigue habiendo en la sombra una serie de poderes fácticos que todo lo controlan; y la Iglesia católica, o una parte importante de ella, está sin lugar a dudas a la cabeza de esos poderes.


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