Josep Dionís Martínez

Viernes, 24 Enero 2020 18:26

La tierra donde ha nacido cada uno siempre se lleva en el recuerdo, forma parte de ese bagaje íntimo que todos arrastramos. Si a esto le sumamos el vivir en otra comunidad diferente a la que nos ha tocado nacer, nuestra sensibilidad se agudiza y nuestro talante conforma o define un crucigrama diferente, en el que las primeras letras de cada palabra son aquellas que hemos dibujado en nuestra niñez, en la tierra que nos vio nacer y que ahora añoramos.

Sagunto, Morvedre o Arse fueron el origen de Dionís: el carbón, el hierro líquido, el Mediterráneo y su bruma, que a tantos nos ha atrapado siempre; pero después está su juventud trabajando en Euskadi, donde tantos amigos dejó, y Cataluña, que tanto influyó en su cultura y en su lengua.

La nostalgia la tamiza el tiempo de una forma que no me atrevería a definir, y cuando empiezan a caer esas hojas secas que adaptan el otoño a nuestras vidas, es cuando la melancolía, el recuerdo y la soledad se instalan en nuestra voluntad, hasta llegar a ensimismarnos, para disfrutar de todo aquello que ha conformado nuestro deambular por la existencia. Y entonces, posiblemente entonces, se añora la tierra de una forma diferente.

Yo no sabría decir qué ocurre cuando las canas empiezan a anidar con su esplendor en nuestras sienes, ni cuando el cabello empieza a clarear en nuestra cabeza, pero se me antoja que cuando la juventud empieza a despedirse de nuestras células, algo inexplicable debe suceder en nuestro interior para que intentemos con más ahínco agarrarnos a esa vida que lentamente empieza a descender por una pendiente cada vez más pronunciada. Y es en esos momentos, en los que la meditación abraza a una nostalgia espléndida, cuando los fluidos de nuestro pensamiento quieren arropar, con las palabras que nacen a borbotones, a ese papel inmaculado, para dejar constancia de nuestro paso por esa servidumbre que ha sido la vida.

Y Dionís ha atrapado esa nostalgia, como quien caza una mosca al vuelo, con una precisión, que no deja opción a la divagación, a la inexactitud o a la maraña, porque sus textos son determinación, especificación, urgencia por mostrar lo que era para él la vida.

¿Qué podría decir de Josep Dionís Martínez? ¿Que fue un trabajador siderúrgico en Sestao? ¿Que era licenciado en Filología catalana? ¿Que fue profesor de instituto? ¿Que publicó más de 40 artículos sobre temas diferentes, algún poemario y algunos libros interesantes? ¿Que admiró la poesía de Vicent Andrés Estellés, hasta el punto de traducir su obra al italiano? ¿Que fue un amigo? Podría decir todo eso, pero sería insuficiente.

De Dionís me gusta la sencillez de su poesía, el enlazar lo cotidiano con maestría hasta convertirlo en sublime. Me gusta esa facilidad que tiene para utilizar las palabras llanas, sinceras, campechanas y afables, para rozar la ingenuidad y la candidez de una manera inocente, de una forma limpia, desnuda.

En este mundo de la poesía, donde a menudo se busca tanto lo profundo, los textos llegan a convertirse en oscuridad patética, en metafísica, algo que muchas veces no llega a comprender ni el propio autor, que en ese alarde por dignificar lo ininteligible, convierte las palabras en confusión indescifrable y permanente.

Nada de eso hay en la poesía de Dionís, y eso lo dignifica por encima de todo. Lo honra a él y ennoblece su poética. No sé si esa admiración que sentía por Vicent Andrés Estellés tiene algo que ver con todo esto, porque el lenguaje de Dionís, como el de Andrés Estellés, es sencillo, pero eso mismo hace que tenga la complejidad de la sencillez, y ese coloquialismo es extremadamente complicado, tan complicado como a menudo suele ser la vida, que no necesitamos vivirla de una forma ostentosa y rimbombante sino de una manera sencilla y humilde, haciendo que sea la duda permanente lo que marque esa modestia con la claridad de lo más estimable.

Que los hados hayan acogido con alegría el espíritu de Dionís en ese lugar impreciso, carente de materia, que el destino nos tiene a todos reservado.


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