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José Manuel Pedrós García

Publicidad

Viernes, 18 Octubre 2019 21:28

Vivimos en el mundo de la publicidad y del marketing, en el mundo donde lo que importa no es hacer algo, sino que se sepa que lo hemos hecho. Un mundo engañoso, que nos deslumbra con los brillos de una opulencia embaucadora y falaz, que nos transporta a estancias donde todo es dichoso, perfecto o bueno, y que, en cambio, retira de la circulación todo aquello que, por vetusto o pasado de moda, ya no interesa que se venda, aunque sea algo relativamente reciente. Todo tiene en la actualidad una fecha de caducidad, y aunque algo sea sumamente interesante, valioso, servible o positivo, siempre tiene que haber algo más novedoso que lo reemplace.

Un producto deficiente, no lo es con una buena campaña publicitaria detrás; y en cambio, un buen producto, sin una campaña de publicidad adecuada, no pasa de ser un producto mediocre, un producto que nadie conoce, y que por lo tanto nadie compra.

En otros tiempos, lo que era bueno se vendía solo, circulaba de boca en boca, y esa era la mejor de las publicidades que podía tener. Hoy en cambio no es así. El boca a boca circula en muy escasas ocasiones. Es una rara avis que, cuando se da, todo el mundo reconoce la valía de eso que ha ido por ahí circulando, y de lo que la gente tanto hablaba, pero sucede, precisamente, porque la gente habla de ello, y eso también es otra forma de publicitar algo; sin embargo, cuando vemos en los periódicos, en los anuncios, en la televisión algo que nos llama la atención, lo compramos creyendo que como lo dicen en la televisión —por ejemplo— tiene forzosamente que ser bueno, cuando la mayor parte de las veces no es así. El ejemplo típico es todos esos programas basura, que la gente ve en determinados canales televisivos sin pestañear. En cambio, otros programas que son una muestra palpable de lo bien hecho, de la inteligencia de sus realizadores, esos programas que ofrecen cultura, sapiencia, arte, etcétera, todo eso no lo vemos, porque consideramos que si los ve poca gente es porque no deben de ser muy buenos.

Nuestro mundo se tambalea. La sociedad de consumo nos obliga a creer lo que ella quiere que creamos, sin dar demasiado crédito, o demasiada importancia, a nuestros gustos personales, a aquello que en realidad debería de interesarnos, a aquello que debería de preocuparnos o a aquello que debería de formar parte de nuestra identidad más arraigada; sin embargo todo eso que forma parte de lo cotidiano, o de lo vulgar, todo eso que está puesto ahí para que el gran capital crezca cada vez más, todo eso que hace que no pensemos en cosas importantes o trascendentales, que sirvan para alimentar nuestro espíritu, para fortalecer nuestras conciencias o para dar lo mejor de nosotros a los demás, todo eso, en cambio, sí que lo explota, a través de la publicidad más envenenada, esa sociedad que nos embauca para consumir lo innecesario, lo superfluo o lo nuevo, en detrimento de todo lo demás, despreciando lo artesanal en favor de lo manufacturado y lo artístico en favor de lo deforme.


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