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José Manuel Pedrós García

Francisco Salinas

Viernes, 26 Julio 2019 15:56

La muerte siempre llega pronto, sobre todo para los que han tenido una vida ejemplar. Quince años hace ahora que desapareció Francisco Salinas, para muchos (entre los que me incluyo) el mejor poeta saguntino en lengua castellana; pero nos dejó un precioso testamento poético: Luz a lo lejos, que según su severa rigidez fue lo que se escapó del fuego que él mismo prendió, antes de su prematuro fallecimiento.

Sin ser un erudito de la poesía, me atrevería a decir (en mi osadía) que dentro de la melancolía, incluso del pesimismo, que rodea a muchos de los géneros poéticos actuales, Paco (como era para los amigos) debía tener una especial aversión —y es sólo una modesta opinión— a destapar sus delirios o sus fantasmas en esta sociedad que nos envuelve, donde importa más la forma que el fondo. Quizá no fuera así, y lo único que no deseaba era lamentarse en público; porque todo ese torrente de humanidad que poseía para ser útil a los demás, o para estar presente en el mundo, a menudo podía ser malinterpretado o no reconocido; y sus versos podrían ser sólo simples puñetazos con los que golpear conciencias obtusas.

Paco estaba poseído por la poesía, pero no por ese resplandor social que la mayoría de las veces envilece a todo escritor; y esto, en su caso, suponía ser honesto hasta la médula, cívico hasta el límite de lo soportable y ético hasta cotas inimaginables, además de «hipersensible y escrupuloso hasta lo atormentado», como dijo César Simón en las palabras iniciales de El orden de la esfera.

En estos momentos puede que esté simplemente elucubrando, pero espero que mis palabras, si a alguien les parecen inadecuadas, las interprete en ese sentido y no en el de querer usurpar una parcela mayestática que no me pertenece.

Nos conocimos a los dieciocho o diecinueve años en un grupo creado por el padre Joan: un cura con inquietudes sociales que había llegado a la parroquia del Carmen para ayudar al padre Jaime. Unos tres años después desapareció el grupo como tal, pero siempre que coincidíamos nos saludábamos con cariño; y retomamos la amistad cuando él empezó a coordinar las tertulias poéticas Divendres de poesia, que con tanto ahínco y acierto organizó, hasta el punto de que un día me dijo: «Eres de los pocos que no se pierde un viernes», y esto me congratuló sobremanera por venir de quien venía, al pensar que él pudiera interpretar que mi interés por la poesía no era sólo el aprender de los maestros consagrados —como era— sino integrarme en ese mundo que a él le entusiasmaba (lo cual también era así). Y yo, que siempre he sido un aprendiz (mi formación no es literaria), le agradecí también su consejo (algo que formaba parte de su bagaje humano), cuando me dijo que era muy importante quedarse sólo con lo que tuviera realmente valor, y deshacerse de lo demás.

Han pasado quince años, y todavía recuerdo con cariño su pasión por la literatura, por la conversación amena y compartida que siempre nos ofrecía a todos, sin ningún tipo de superioridad, con modestia, y por ese punto de seriedad que intentaba imprimir a todas las cuestiones que surgían, posiblemente para demostrar que en él no había ni un ápice de frivolidad, y que la armonía y la coherencia eran, fundamentalmente, lo que más le interesaba ofrecer, por encima de la sonrisa fácil o del chiste inoportuno, que dejaba para otros.

Había también en él, y eso es muy valorable (y admirable) en alguien que procedía de El Puerto, una especial inquietud para no verse en la tesitura de tener que renunciar a ser al mismo tiempo saguntino y porteño. Todos en realidad lo somos, pero para él, su querido Zacintos no era comparable a nada, y el hecho de que instalase su vivienda familiar en la judería de Sagunto, dice mucho del sentimiento que hacia la ciudad romana poseía.

La presentación que hizo de mi primera novela en 1994 —aunque no sé si esto es muy adecuado comentarlo aquí, donde sólo tiene valor lo que pueda decir de Paco—, siempre he considerado que fue magistral, y sin lugar a dudas la más importante de todas las que con posterioridad alguien ha glosado de alguna otra obra mía, porque me llegó a descubrir cosas que ni yo mismo había imaginado.

Si Paco está en el «cielo» que siempre creyó —y estoy seguro de que así es—, espero que nos siga iluminando a todos con su entusiasmo y su pasión, para que nuestra modesta aportación a la poesía y a la literatura en general, llegue a alcanzar alguna vez los grados de maestría que él llegó a tener; pero no quiero que esto sea una elegía, ni terminar con un epitafio, que siempre son tristes, quiero terminar diciendo que el broche, lo esencial de toda su obra nos lo dejó y está ahí, para deleite de todos los que amamos la poesía. Y eso es siempre motivo de dicha.


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