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José Manuel Pedrós García

La Iglesia

Viernes, 31 Mayo 2019 16:18

No quiero defender lo indefendible, ni hacer de abogado del diablo, pero a veces no ponemos a las cosas en el sitio que le corresponden, y en función de que algo o alguien nos caiga bien o mal, lo defendemos o lo criticamos, sin ver que todos tenemos fisuras, grietas y lados buenos y malos.

Yo no soy desde luego la persona más indicada para hablar bien de la Iglesia, y cuando digo «Iglesia» me refiero a la Iglesia católica, que es la que, de una forma u otra, a todos nos ha condicionado, nos ha coartado y nos ha limitado en nuestra infancia y nuestra juventud, lo que ha motivado que muchos la aborrezcan. Y no soy el más indicado porque en más de una ocasión he criticado sus modos, sus formas y el papel que ha jugado en la historia, tan diferente de las enseñanzas de Jesús de Nazaret, que es el único personaje al que verdaderamente admiro (junto con María Magdalena, como sabéis). Pero creo que decir la verdad debe ser ante todo una actitud en nuestra forma de vida, y aunque «nuestra verdad» no coincida a veces con la «verdad de los demás», intentar ser objetivos (sinónimo de buscar la verdad) debería ser una de nuestras principales características, por no decir la más importante de nuestras trayectorias.

La Iglesia católica ha condicionado la política y la sociedad de Occidente desde antes de la Edad Media hasta el siglo XX (siempre ha sido, incluso ahora, un poder fáctico), y muchos gobiernos han tenido que ceder a sus pretensiones por la amenaza de excomunión a sus dirigentes o reyes. Y no hablemos del daño que hizo la Santa Inquisición, institución religiosa que si tenía algo que la caracterizara no era, precisamente, su «santidad». Éste, precisamente, fue uno de los periodos más oscuros de la Iglesia, algo que la propia institución desearía borrar de su historia, y que sin embargo está ahí, para recordarnos lo que nunca se ha de repetir.

En fin, todos, en mayor o menor medida, sabemos lo que la Iglesia ha hecho hasta hace bien poco, incluso (o sobre todo) en nuestro país. Sabemos, por ejemplo, el apoyo que ofreció al golpe de estado que llevó en 1939 a Franco al poder (eso sí que fue un golpe de estado en toda regla), y todo lo que restringió, anuló, dictó y manipuló, sin ningún tipo de miramiento ni bondad, hasta la muerte del dictador. Todo eso lo sabemos, y sabemos también lo que en nuestro país piensan en la actualidad aquellos que son la «cabeza visible» de esta Iglesia, o sea los miembros de la Conferencia Episcopal Española. Todos recordamos cómo se manifestaron públicamente en contra del aborto, en contra del matrimonio homosexual y en contra de tantos derechos inherentes a colectivos a los que demoniza, y de los que esa «cabeza visible» no debe opinar, porque los derechos sólo afectan a los interesados. También sabemos a qué partido político votan, y a quién promocionan, lo cual dice mucho de su sensibilidad, aunque cada uno deba tener la suficiente libertad para votar a quien considere oportuno sin sentirse «intimidado» por nadie.

Hay tres cosas que la Iglesia denomina «virtudes teologales». Son la fe, la esperanza y la caridad. Fe deberíamos tener todos, sobre todo fe en el ser humano, en su capacidad de diálogo y defensa de la justicia, en el respeto a los valores democráticos y en su facultad de progreso. La esperanza también es necesaria, porque el optimismo y la alegría definen un determinado talante, un talante que nunca deberíamos abandonar. En cuanto a la caridad, sería conveniente sustituirla por la solidaridad. Siempre es mejor el respaldo, el apoyo, la ayuda, la protección, la defensa a los demás, que ofrecerles unas migajas que a nosotros nos sobran. Aunque si nos ponemos a pensarlo fríamente, todos esos donativos que damos a las diferentes ONGs con las que colaboramos, son una forma de intentar limpiar nuestra conciencia, y eso también es caridad.

Sin embargo, hemos de señalar que hay infinidad de sacerdotes y religiosas que se desviven a diario por sus congéneres, que imparten sanidad y educación, sin ningún tipo de adoctrinamiento, y sin recibir nada a cambio, en misiones de África, Latinoamérica o Asia; que conjuntamente con ONGs se preocupan de las enfermedades crónicas o víricas que asolan a muchos pueblos en los que la desnutrición es avasalladora, y llevan medicinas y antibióticos allí donde no llega civilización alguna y nadie se preocupa de esos países porque nada tienen que se les pueda arrebatar. 40 de esos misioneros, religiosos y religiosas cristianos fueron asesinados en todo el mundo durante el año 2018, una mayoría en África, y eso dice mucho de su compromiso. En este último mes de mayo, sólo en África, ya han sido asesinados 13 cristianos, la última la misionera española Nieves Sancho, de 77 años. Creo que no haría falta añadir nada más, pero prosigamos; porque lo que les importa a estos misioneros no es sólo la religión, o el creer en un Dios cuya certidumbre intentan transmitir a los demás, lo que les importa fundamentalmente son los seres humanos y sus derechos básicos.

Vemos esos congresos de cardenales en el Vaticano, donde acuden a fastuosas salas con sus brocados, sus báculos y sus vestimentas escarlatas, símbolo de distinción, y nos preguntamos dónde está la pobreza que predica la Iglesia; pero no vemos el Congreso de nuestro país, o de otros países cercanos, donde todos los diputados y diputadas van con sus mejores vestidos y sus mejores trajes a discutir los problemas de la nación, aunque luego resuelvan poco. Bueno, pues eso es, simplemente, lo que ocurre también en el Vaticano, que a fin de cuentas es un país, pequeño, muy pequeño, pero como cualquier otro, y que sin embargo tiene extendidos sus tentáculos por todo el mundo; y esos tentáculos, que en otro tiempo nos asfixiaron, en la actualidad, y la mayor parte de las veces, ayudan a los que lo necesitan, aunque sólo veamos las actuaciones de cardenales y arzobispos que representan la «jerarquía de la Iglesia», algo que Jesús de Nazaret también aborreció en su tiempo; y veamos en esas actuaciones la superioridad de unos individuos que se creen por encima del bien y del mal, aunque sólo sean personas corrientes, con los defectos y las ambiciones que puede tener cualquiera de nosotros.

De todas formas, creo que la labor de la Iglesia está cambiando en los últimos años, y aunque sea un cambio muy lento, parece progresivo. Como a todo, hay que darle tiempo al tiempo, y yo quisiera desde la ventana de este periódico romper una lanza en favor de la labor silenciosa que hace; porque la Iglesia no es sólo el conjunto de obispos y cardenales, que desde sus diócesis y archidiócesis controlan y administran a sus feligreses; la Iglesia no es sólo ese grupo de curas que abusan impunemente de menores, ni esos prelados que se manifiestan en contra del aborto, del matrimonio homosexual o de otros derechos que están consolidadas en la sociedad. La Iglesia es mucha más gente, gente que se preocupa a diario por los más indigentes o los más necesitados, y eso, a veces, no lo vemos, y yo soy el primero que debe entonar el «mea culpa».


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