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José Manuel Pedrós García

El Puerto

Viernes, 12 Enero 2018 17:29

Nací en un pueblo que no era pueblo. En realidad, nunca lo fue, porque ni lo era cuando yo nací, ni lo era cuando se fundó en los albores de 1900, ni lo es ahora, a pesar de los diferentes intentos segregacionistas que ha habido a lo largo de su historia que nunca han llegado a buen término, y a pesar de reunir todas las condiciones que —salvando las distancias y tomándolo de una forma metafórica— marcaba el presidente de los EE UU, Woodrow Wilson (1913-1921), en sus 14 puntos, como indispensables para conseguir el derecho de autodeterminación de los pueblos, y que legitimaron los Estados emergentes que en aquella época iniciaban la nueva Europa.

Está claro que no estamos en 1918, pero ya nos contemplan cien años desde que, hacia el final de la Gran Guerra, el 8 de enero de 1918, el presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, hizo una llamada a las naciones europeas en conflicto para que detuvieran el fuego y dieran paso a la reconstrucción del continente.

Para esto redactó un discurso, conocido como los «Catorce Puntos», que en realidad sólo era una serie de propuestas que permitirían evaporar el fantasma de la guerra en todo el planeta y la conformación de un nuevo orden mundial.

El discurso fue dado ese 8 de enero de 1918 ante el Congreso de los EE UU. La intención del presidente era presentar unos objetivos para que la «Entente» (pacto firmado en 1907, conformado por la alianza franco-rusa, la Entente Cordiale franco-británica de 1904 y el acuerdo ruso-británico de 1907) permitiese alcanzar la paz y contrarrestar la propaganda pacifista bolchevique. La propuesta de Trotski para negociar una paz inmediata había sido rechazada por la Entente poco antes y ésta deseaba evitar con su propia propuesta el efecto adverso de haber rehusado negociar la paz mientras que los Imperios Centrales habían aceptado.

El presidente basó sus propuestas, recogidas en los 14 Puntos, en las sugerencias presentadas en un informe de la junta informal del Congreso de los EE UU, encargada de preparar la futura conferencia de paz pocos días antes.

Todo esto no tiene nada que ver, está claro, con la situación que atraviesan los dos núcleos de nuestro pueblo, tanto en la actualidad, como en un pasado, pues nunca ha habido una guerra abierta entre ellos. ¿Nunca? ¿No es guerra la enemistad? ¿No es guerra el menosprecio? ¿No es guerra el querer auparse como superior a otro? ¿No es guerra el ningunear a un pueblo o a una gente? ¿No es guerra el querer eliminar la cultura o las señas de identidad? ¿No es guerra el querer barrer su toponimia?

No estoy justificando a unos en prejuicio de otros, pues cuando se produce una guerra no hay buenos y malos, y si los hay, los hay en los dos bandos. Simplemente estoy metiendo el dedo en la llaga, porque si, cuando se producen las desavenencias permanentes en un matrimonio, lo mejor es la separación pacífica, esto se puede trasladar, perfectamente, a otros estamentos.

«El Puerto» siempre fue un apéndice del «pueblo», un barrio de la villa por antonomasia: La ilustre ciudad de Sagunto; y si sus ciudadanos son ilustres por raza y tradición, son ilustres los del norte y los del sur (o los del este y los del oeste); y si un tanto por ciento elevado de los del sur nos hemos sentidos siempre muy orgullosos de ser saguntinos al mismo tiempo que porteños, no entiendo por qué no puede ocurrir lo mismo a la inversa.

Las clases altas y la nobleza siempre han desprestigiado a los plebeyos por considerarlos una raza inferior. Siempre ha ocurrido así de una forma mayoritaria; pero también ha ocurrido que, a veces, algunos nobles han protegido y ayudado a la plebe. Y esos nobles, que ocupan las más altas instituciones políticas, son los que deberían apoyar al pueblo y no vilipendiarlo de una forma deshonrosa.

No quiero ir de bueno, ni en plan moralista, diciendo que todos somos el mismo pueblo, que nos hemos de ayudar unos a otros, que nos hemos de comprender, etc., etc., etc. Somos lo que somos, ni más ni menos, dos pueblos distintos, con diferente cultura, diferente idiosincrasia, diferente mentalidad, diferente economía.

¿Es posible mantenernos unidos? Sí, por supuesto. ¿Es posible separarnos? También, por supuesto, sólo hace falta tener voluntad para ello. ¿Qué es lo mejor? Creo, sinceramente, que la reconciliación y el estar unidos; pero para eso hemos de llegar a una serie de acuerdos y condescender todos, y no siempre los mismos. Si no es así, habría que determinar otros conceptos o tomar otros caminos.


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