Mi padre me enseñó que «la clase obrera no puede conformarse con lo que tiene sólo porque en otros lugares estén peor que aquí; es necesario luchar siempre unidos por conquistar mejor sueldo, mejores condiciones de trabajo, mejor vivienda… Sólo así conseguiremos el bienestar, porque el empresario ya lo tiene a nuestra costa». Este axioma ha presidido siempre mi forma de enfocar la vida: nunca alegrarme del mal ajeno y procurar el bien común desde la solidaridad y el esfuerzo colectivo. El internacionalismo obrero es un valor democrático que debemos preservar ya que está en la idiosincrasia de nuestro pueblo. Y más ahora que la igualdad atraviesa una dura travesía por el desierto en este nuevo tiempo político que nos ha tocado vivir, donde unos puñados de votos, una minoría, puede imponer su credo al resto, aunque este suponga apostar por mayor desigualdad entre los ciudadanos. Grave consecuencia social y más cuando está en la mano de un partido obrero el impedirlo.
Es sorprendente que en la política local, donde han gobernado casi por períodos iguales los partidos de derecha e izquierda, llevemos un siglo XXI en el cual se añoran los principios de los ayuntamientos democráticos, allá por 1979, los tiempos de los alcaldes Manuel Carbó Juan y José García Felipe (recientemente fallecido). Y eso que los años 1980 supusieron para nuestro municipio un duro golpe desde el punto de vista económico e ideológico. El PSOE, que gobernaba en España, en la Comunidad Valenciana y en Sagunto, acometió la necesaria reconversión industrial cerrando AHM, la fábrica siderúrgica que originó la prosperidad responsable del surgimiento y evolución de la inmigración que conformó Puerto de Sagunto. El alcalde García Felipe y casi todos sus concejales, dimitieron, junto con los del PCE en protesta por aquella decisión política que significaba condenar al paro y puede que al ostracismo a los jóvenes porteños. La unión, la solidaridad, la movilización protagonizada por las familias obreras que arrastró al grueso de la población saguntina, consiguió remediar en parte la amarga condena.
En aquella época en que era un estudiante de BUP y mi padre, con la misma edad que ahora tengo, me transmitía conciencia de clase con sus reflexiones y sus actos, que sólo quería que no se repitiera en mí su historia personal, la transparencia en la gestión de los asuntos municipales y la integridad de quienes se ocupaban de ellos habiendo sido elegidos por el pueblo, era muy superior a la actual. Aparcando doctrinas ideológicas extremas, eran capaces de consensuar decisiones que beneficiaban a la mayoría de ciudadanos. Luego llegó un período, al final del siglo pasado, en que esas decisiones se empezaron a tomar por mayoría, sin acuerdos y para favorecer intereses no muy transparentes de militantes o allegados a los partidos que se han hecho con el control de la res pública, como decían los clásicos.
Ejemplos de lo que acabo de exponer tenemos muchos en nuestra ciudad. Sólo me ocuparé de lo que atañe a la identidad colectiva de nuestro pueblo. Ni más, ni menos. Me refiero al patrimonio histórico-artístico, incluido el industrial, por supuesto. Desde 1993 tenemos paralizada la obra nueva que se construyó sobre las veneradas ruinas de lo que fue una vez el más bello teatro romano del mediterráneo occidental. A pesar de los esfuerzos por realizar un certamen de teatro clásico al nivel de Mérida o Almagro, la gestión cultural de nuestros munícipes no han sabido tomar el testigo de aquél Sagunt a Escena que tanta admiración despertaba en el último tercio del siglo pasado. Las ruinas de la fortaleza de Sagunto, que tantos héroes conocieron desde el asedio cartaginés, el castillo valenciano con mayor superficie amurallada, sigue pendiente de una auténtica puesta en valor. No ha ocurrido lo mismo, ciertamente, con la torre de defensa del siglo XVI y el baluarte artillero del siglo XVIII del Grao Vell, aunque también es verdad que han esperado pacientemente su turno y su entorno y acceso no son los deseables. Sin embargo, considero que el más maltratado ha sido nuestro patrimonio industrial, que en teoría estaba al cargo de una concejalía específica, aparte de la de cultura y educación. El que fuera titular de esta última, en el anterior número de este periódico, nos retrataba una visita a Sestao al más puro estilo de la literatura de viajes que justificaba el imperialismo anglosajón. Y destacaba que el patrimonio industrial de una ciudad cuya evolución es gemela de la de Puerto de Sagunto, está en un estadio inferior de conservación, justificándolo por llevar diez años de retraso en el cierre de su siderurgia. Cierre que nosotros sufrimos en 1984 sin que los obreros de Sestao mostraran la debida solidaridad con nuestra causa.
Es de todo punto reprobable conformarse con el estado de abandono y estulticia en el cual se encuentra nuestro patrimonio industrial. La indolencia de los políticos locales, los escrúpulos de quienes creen que proteger este rico patrimonio es justificar la segregación de una parte del municipio, los intereses creados por algunas asociaciones que marcan ad initio una determinada ideología política para hablar o promocionar el patrimonio, la indiferencia de los recién llegados y las nuevas generaciones hacia nuestro pasado más inmediato… En fin, todo esto y más, determina que se tarde 40 años en poner en valor un espacio como museo industrial, todavía vacío; que se tenga prácticamente como una joya desconocida la rehabilitación del horno alto número 2 desde que obtuviera el prestigioso galardón Europa Nostra; que se haya permitido que el olvido y la meteorología hayan derrumbado el pantalán; que pocos jóvenes se impliquen en asociaciones protectoras y difusoras del patrimonio; que se instrumentalicen políticamente algunos actos sobre la memoria de nuestro pueblo… Si algo nos queda de nuestro pasado ha sido porque algunos de sus edificios se han rehabilitado, algunos mejor que otros, para darles un uso continuado, como el sanatorio (centro cívico), los colegios, el hospital viejo… El resto, como la nave de talleres, no se sabe cuánto más permanecerán en pie.
Por tanto, no hay que conformarse. Cuarenta años después está casi todo por hacer. Y no me resigno a pensar que otros nos envidian en nuestra situación, como el exconcejal de Cultura, que además cataloga como obras de la siderurgia edificios que no lo son (como un colegio público). Pensando así se cae en la estulticia y la indolencia, cumpliendo el viejo adagio castellano: mal de muchos, consuelo de tontos.
Antonio Ortiz López
Profesor de Geografía e Historia del IES María Moliner