Es una verdadera lástima que, cuando puede haber un punto común de entendimiento, los esfuerzos se centren en buscar la diferencia. Lo ocurrido esta semana en el Congreso, más allá del gasto que supone la necesaria traducción simultánea, es la lapidación pública de uno de los puntos en común que siempre hemos tenido los españoles. Y por algo se empieza.
En una sociedad en que prima la mal llamada defensa de las señas de identidad, tiene poca lógica, por no decir ninguna, que echemos a perder aquellas que sirven para unirnos como país. Eso, claro, siempre que nuestro objetivo sea la unidad de este país llamado España y no todo lo contrario como algunos sugieren y otros respaldan.
Que la Cámara en que reside la soberanía del Estado español renuncie a la lengua común para entenderse no es el alcance de ninguna libertad añadida, sino la definitiva pérdida del sentido común que la política debe tener y aportar a la sociedad que pretende dirigir. Pero, si, además, en esa amalgama de lenguas se “olvidan” lenguas oficiales reconocidas en estatutos de autonomía aprobados con amplia mayoría en las respectivas comunidades autónomas, cabe añadir la falta de lógica a la mencionada carencia de sentido común.
El Estatuto de Autonomía de la Comunitat Valenciana sitúa al valenciano como lengua oficial, junto al castellano, en nuestra tierra. Este reconocimiento debería ser suficiente para que, en la reciente reforma del Reglamento del Congreso, se le hubiese tenido tan en cuenta como se ha tenido al catalán, al gallego o al euskera. Pero no. Era cosa de tres y el valenciano no tenía cabida, entre otras cosas porque PSOE y Compromís nunca se han creído que sea una lengua diferenciada de las demás.
Valga como prueba la intervención de Ximo Puig buscando el consenso con la propuesta de denominación catalán-valenciano para apagar las críticas por la omisión de nuestra lengua. Lo siento, Ximo, te has vuelto a equivocar. No son lo mismo. Igual que no se propone la traducción a euskera-galego, no vale tampoco la del valenciano-catalán. El problema es que nunca el PSPV se llegó a creer aquello que los valencianos reconocemos como señas de identidad y siempre, en su hoja de ruta, estuvo la aproximación a la voluntad de nuestros vecinos del norte.
Más lejos, aunque solo sea en distancia kilométrica, la intervención en Europa del ministro de asuntos exteriores, justificando su preferencia por el catalán en Europa por encima del euskera y del gallego, con el argumento de que lo hablan más de diez millones de personas, deja a las claras que ni el ministro sabe qué es el valenciano y que nadie le ha explicado qué es y cómo se siente la Comunitat Valenciana.
Y ya, por último, aunque no menos importante, la intervención de Águeda Micó en el Congreso vino a decir aquello que ya sabíamos de Compromís: que tampoco se creen el valenciano como lengua propia, de la misma forma que tampoco consideran a la Comunitat Valenciana como algo más que una sucesión de sus ansiados “països catalans”. Los que se hacen ver como descubridores de la naranja, inventores de la paella y creadores de esta tierra en que vivimos, aún no se han querido dar cuenta de que los valencianos tenemos y queremos seguir teniendo una identidad propia y que no necesitamos a nadie más para seguir siendo una región de referencia dentro y fuera de España. Por mucho que haya querido hacer ver que ha usado, por primera vez, el valenciano desde la Tribuna, lo cierto es que ha votado una propuesta que excluía a nuestra lengua de la igualdad de condiciones con las otras tres cooficiales.
Lamentable es que el sentido común y la lógica circulen en vías paralelas a la política, pero más lo es que haya quien esté dispuesto a fraccionar un país con la sola intención de poder seguir gobernando los trocitos que queden. La identidad no es un juego y la identidad de una nación histórica como España es uno de los primeros pilares que debe primar en toda la acción pública.
Si Pedro Sánchez está dispuesto a plegarse a los designios de los independentistas, habrá que tener claro que este ha sido solo un primer paso. No podemos olvidar aquella respuesta de Jordi Pujol, cuando se le preguntó qué más quería tras la aprobación del Estatut de Catalunya: ¡¡Más!! Un independentista es como un niño caprichoso, siempre va a querer más y cualquier concesión que vea alcanzada solo va a ser un trampolín para seguir en su insaciable voracidad. Si ahora hemos cedido con las lenguas, habrá que esperar al próximo capítulo, teniendo por seguro que, si con ello Sánchez se juega el Gobierno, se retorcerá la legislación necesaria y se harán las piruetas parlamentarias para poder dar satisfacción a cambio de votos.
Esperemos que empiece a imperar la cordura, que quede claro que lo primero a defender es el Estado que se gobierna y que la unidad de los españoles debe estar por encima de cualquier ansia que pretenda destruirla. De lo contrario, en el futuro, cuando un ciudadano vea los leones de la Carrera de San Jerónimo, siempre recordará que, tras ellos, había una vez un circo.
Carlos Gil Santiago
Alcalde de Benavites