Casas Baratas XXIV

Escrito por Luis Ballester Moreno
Miércoles, 22 Febrero 2023 19:03

Por aquellos tiempos estaban prohibidos Los Carnavales, pero la gente desafiaba las órdenes y se vestía de máscara. El barrio se transformaba y nacían comparsas y pasacalles con un colorido digno de ver. Un espectáculo de alegría y diversión que duraba varios días si antes no llegaba la guardia civil a deshacerlo. Todos participaban de aquel jolgorio alegre y dicharachero con buen

humor y luciendo vestimentas que denotaban la originalidad y chispa de cada uno. Dentro de esta algarabía siempre había quien destacaba y sobresalía del resto y entre esas personas estaban la Mª Juana, la Aracelis, la Ana María, (madre de Lucas) y el “sarasa” de Martin, que como casi todos los que eran así, tenía mucha gracia. Las bromas y sustos estaban a la orden del día pero nadie se enfadaba por nada y discurría con mucho humor toda la fiesta.

Había la costumbre de ir de casa en casa para recoger a las personas que iban incrementando las comparsas y de paso tomar algún refrigerio, y una vez, -decía Lucas- cuando uno de esos sitios estaba lleno de gentes, a alguien se le ocurrió gritar diciendo que venía la guardia civil. ¡mira! Aquello dio un estallido y salieron todos en bandada como si hubiera un incendio. Esta casa tenía un patio muy grande y al salir todos en tropel, se llenó de enmascarados que parecía que estuviéramos en Brasil. Pero se frenaron en seco porque en la puerta de afuera, en la verja, estaban una pareja de civiles con sus tricornios y aspecto “matador” esperándolos. Ante aquel panorama y el miedo a llevarse algún golpe de porra o dormir en el cuartelillo, la mayoría se quedó perpleja sin saber que hacer. Los más jóvenes saltaban las tapias y a correr se ha dicho, pero los que no, esperaban a ver en qué quedaba aquello.

Los guardias los pusieron en fila y apuntaban los nombres de cada uno y de pronto, varios mozos que no eran de los que estaban allí, empezaron a tirarle tomates a los guardias e insultarlos y le gritaban a la gente que le quitaran el gorro y las gafas para verles bien la cara, que eran muchos más y no podrían con ellos. Así lo hicieron y cuando no faltaba mucho para lincharlos, el mariconazo de Martin, subido encima de una gran tinaja que había en el patio gritó: ¡¡Parar, parar, ya vale!! Que no son guardias de verdad, que son vecinos nuestros. Y entonces ocurrió que a quien querían linchar era a Martin por el mal rato que les había hecho pasar, y casi tienen que venir los guardias de verdad si no es que al final todos se calman y pelillos a la mar, y a seguir la fiesta.

También la Mª Juana hizo una de las suyas. Tenía fama de hacer churros muy buenos; y una tarde invitó a muchísima gente a merendar chocolate con churros. ¿Quién podía negarse a una cosa así? –Eres la mejor Juana- decían, que ricos están. A la mañana siguiente, cuando se estaban organizando las comparsas y cada cual intentaba ir mejor aún que el día anterior y pensando en pasarlo estupendamente pues, fulanita no venía, menganito no daba señales, más de un músico faltaba en la rondalla y ¿Qué pasaba, donde estaba la gente? ¿Les ha entrado el mal del sueño? No, no se habían dormido si no que tenían una cagalera que no se podían retirar del retrete, y como a la merienda acudieron de distintos grupos, pues todos los sintieron menos el de la Mª Juana. Algunos fueron a hablar con ella por si les daba alguna explicación y muy seria y puesta, les decía: No se hijas, yo solo para darle mejor sabor, le puse al choco un poquito de unas hierbas que yo tengo que son muy buenas y digestivas; y como no pudo aguantar más, se echó a reír de tal manera que los demás no tuvieron más remedio que hacer lo mismo. Así que la rondalla de la Mª Juana ganó el concurso porque las demás se presentaron incompletas.

Había mucha miseria, muchas necesidades pero dentro de eso, la gente sabía vivir y eran felices, -me decía Lucas-. Me acuerdo de las migas que hacía mi madre, y del gazpacho, al que yo colaboré algunas veces porque no se me daba mal. Aquellas migas hechas en una enorme sartén, con pan de pueblo como era entonces y de un día o dos anterior, solo con aceite ajo y huevo, que se acompañaban con torreznos, sardinas, pimientos asados, uvas, rábanos y risas y buen humor que al final, hacía un total de “Gloria Bendita”. Allí se acercaba todo el que quisiera a comer. Se plantaba una gran mesa en el patio, se llenaba de sillas, y solo había que sentarse y meter la cuchara. Y entre chascarrillos, cuentos y ganas de hablar se daba fin a la gran sartén de migas y si quedaba algo, se comían a la mañana siguiente con leche calentita. Ahora me parecían sueños pero era pura realidad; y que feliz me hacía recordar aquello. Tantas cosas se me vienen a la memoria y en tal tropel, que me cuesta ponerlas en orden, - contaba-.

En los tiempos de pos-guerra la escasez de todo era tan grande sobre todo para las familias más humildes, que cualquier noticia o acontecimiento que sobresaliera un poco de la rutina diaria tenía una gran repercusión, tanto si era lúdica como preocupante para su vivir diario. Por consiguiente se tomaba con alegría o con tristeza según viniera, como en el caso de la familia Asenjo, que marcó un antes y un después en la historia de aquella comunidad.

Vivían en la esquina de arriba de la primera calle. Era una casa grande y con un patio amplio, y tenía un sótano con dos galerías muy altas y anchas y con buena luz diurna; no se parecía en nada a las demás del barrio. Pues ahí en ese sótano, montaron una escuela para niños de distintas edades. Ella era maestra y daba clases a los más pequeños y a los siguientes en edad y su marido, también profesor, a los más mayores daba enseñanza general y música. Tenían dos hijos, Rafael y Rocío y estaban en clase con los demás. Don Herminio que así se llamaba el maestro, decía a los niños que todos los niños y los mayores eran iguales y tenían derecho por igual a recibir educación y a tener las mismas oportunidades, y que luego cada cual se encargaría de demostrar su valor.

Los padres estaban muy contentos con estas personas porque además de enseñarles, los trataban con mucho cariño. Decía Dª Cecilia, que era su nombre, que todos los niños eran sus hijos y por tanto los quería por igual. Tenía una frase muy peculiar cuando algún crío no se portaba bien, le decía: que te llevo con “la garduña”. No se sabía que significaba pero imponía respeto. Las familias pagaban muy poco por llevar los niños al cole (no podía ser de otra forma porque no había) pero era suficiente para que esta pareja saliera adelante aunque fuera con dificultades. Pero, siempre hay peros… no se sabe cómo, las autoridades se enteraron de que ese colegio era clandestino.

Continuará.

Luis Ballester Moreno

 

 

SUCESOS

SALUD