Casas Baratas XXII

Escrito por Luis Ballester Moreno
Miércoles, 18 Enero 2023 12:54

Se acordaba Lucas de “La Bruja”, una vecina que echaba las cartas. Los chicos se ponían a jugar al futbol en la calle y no tardaba en salir y decirles improperios y llamarles de todo lo que se le ocurría: “Salvajes, iros a jugar a vuestra casa y darles la lata a vuestra madre” desgraciados, ir al colegio en vez de estar apedreando perros” (al colegio, si no tenían colegio donde ir, que podían hacer las criaturas) Y si por mala suerte podía coger el balón, adiós, se acabó todo, le metía la navaja y lo hacía trizas; y si esto sucedía, los chicos le apedreaban el jardín y le rompían las flores. Era todo un espectáculo contemplar aquella lucha. No le llamaban “La Bruja” por echar las cartas, que también, sino porque tenía cara de bruja de verdad. Una faz seca y delgada, nariz curva y puntiaguda y el cuerpo encorvado y escuálido. Parecía una figura de las que se ven en los cuentos. Y cosa curiosa fíjense: esta mujer le daba de comer a los pájaros en sus propias manos todos los días. No sabemos cómo se las arreglaba pero todas las mañanas si nos asomábamos a su patio, se la veía con comida en ambas manos extendidas y un montón de pájaros comiendo de ellas. Lo que nos lleva a pensar qué habrá en la cabecita de cada uno.

Por cima, quiero decir una casa más arriba de la bruja, vivía la Eulalia; una mujer más pobre que los demás que ya es decir, no solo de medios económicos si no de espíritu. Todo le salía mal a la señora. Era muy buena, tan buena que parecía tonta. El marido la abandonó porque se aburría. Decía: todo le parecía bien, no discutía nunca, “lo que tú digas” contestaba a todo y según contaba, hasta haciendo el amor, daban ganas de dejarlo y salir corriendo. Tenía miedo de todo: si veía un ratón, gritaba de tal manera que las vecinas acudían creyendo que le pasaba algo. Nada más esconderse el sol, antes de que anocheciera, cerraba la casa a cal y canto y si alguien la llamaba, aunque supiera quien era, no le abría la puerta. Cierto día, unos muchachos del barrio acordaron darle un susto (mal les salió la broma) y cuando ya era noche empezaron a llamar a su puerta despacito para que no se enteraran los vecinos y luego como no salía, saltaron la tapia y entraron al patio. Mientras unos hurgaban en las ventanas otros hacían ruidos raros y los demás intentaban abrir la puerta de la casa.

En esto, un vecino, Julián, que se iba a trabajar al relevo noche en su bicicleta, al pasar por allí oyó algún ruido que no le pareció normal y se paró a ver y justo entonces la Eulalia empezó a gritar como ella acostumbraba a hacerlo que se ponían los pelos de punta y pensó que se trataba de un robo (que le podían robar a esta mujer) y montó en su bicicleta y salió a toda leche a hacia el cuartelillo y contó a los guardias lo que vio y siguió a su trabajo.

Cuando los guardias llegaron al sitio, había tal algarabía, que tuvieron que poner orden casi a mamporros. Muchos vecinos salieron al sentir el escándalo que hacía la Eulalia, y los gamberros de los chavales estaban dentro aun porque más de uno tenía a los padres fuera. De pronto, como si fuera una estampida de reses bravas, salieron corriendo todos a la vez que aquello parecía el sonido de la sirena anunciando un bombardeo. Hubo momentos de pánico que cogió a todos desprevenidos y hasta los guardias se acojonaron, creyeron algunos.

El resultado de todo aquello fue: una pierna rota al saltar la tapia, una cabeza abierta al pegarse con el filo de la puerta, montones de magulladuras y arañazos y más que nada, coscorrones y ostias a los chavales por parte de sus padres, amén de hacerles pasar por el cuartelillo y darles un susto si se repetía algo parecido.

Y la Eulalia, bueno la pobre lo pasó tan mal que estuvieron sus vecinas llevándole caldo, tila, comida y hasta lavándole el co… más de un mes. A partir de esa fecha dicen que veía cosas raras, se reía sin saber de qué y se metía en las casas de sus vecinas cuando menos lo esperaban con cualquier excusa. Alguna le preguntaba: ¿Has comido? Y ella respondía: “No, pero comeré aquí”. Al final, nadie sabía si se había vuelto más tonta o más lista.

No había agua corriente en las casas; tenían que ir a cogerla a una fuente pública que estaba en otra barriada llamada Casas Blancas, cerca de la carretera nacional, donde se formaban grandes colas hasta que les llegara el turno y que a veces se discutía si uno o una llegó antes o después o se había ido a hacer otra cosa mientras le tocaba y después no le dejaban ponerse en el sitio que según ella le correspondía. La cuestión era que con tantos problemas para el tragín diario, los nervios estaban siempre a flor de piel. Esa agua era para las tareas de casa que para beber había que ir mucho más lejos, a una fuente que manaba en las estribaciones del “Peñon” que se llamaba “La Poza”. El agua era muy buena pero el trabajo de tenerla en casa suponía un gran esfuerzo. Hasta allí solían ir en pandilla generalmente mujeres pero también algún hombre y los pequeños de la casa que acompañaban al conjunto. Los utensilios usados era el cántaro principalmente y había que ver a esas mujeres acarrear esos pesados recipientes bien sobre sus cabezas o sobre la cadera pero, a pesar del enorme trabajo, se tomaban la vida con una filosofía conformista y alegre y daba gusto ver y oír sus risas y el buen humor mientras caminaban.

En la acera de enfrente de la casa de los padres de Lucas, un poco más arriba, vivían “Los Marianitos”. Los llamaban así porque había varios Marianos en la familia. Todos eran muy altos y muy finillos. El padre había estado en la batalla de “Alhucema” en nuestra guerra y contaba unas historias que de ser verdad se podría hacer una interesante película. Decía que, caminando con un compañero un día de cierta calma en el cuartel, notó que de pronto se estremecía, algo así como si le hubiera dado un escalofrío. Pero nada más, siguieron caminando. Le pregunté qué le pasaba y me contestó que nada, que notó algo pero no sabría decir qué. A la mañana siguiente al toque de llamada este no se presentó y el sargento mandó a buscarlo y le dijeron que estaba enfermo. Acudió un oficial médico y tuvieron que salir echando leches hacia el hospital porque este hombre estaba deformado, no parecía una persona y sí un animal. Según parece, le había entrado un insecto por el oído y le estaban saliendo gusanos por el cuero cabelludo, y esos gusanos se transformaban enseguida en mariposas y se iban volando. Pero no solo eso, si no que por el cuerpo tenía una especie de paneles que a su vez, estaban llenos de bichitos. Lo aislaron de todo contacto y se lo llevaron a Madrid para investigar qué sería aquello. No volví a saber de él en mucho tiempo – decía Mariano-. Pero al cabo de algunos años, en un viaje a Madrid, mi mujer tenía muchas ganas de ver el “Circo Price” y como es natural, fuimos. Uno de los números del programa se llamaba “El Hombre Chumbo” y cuál no sería mi sorpresa y no quería creérmelo pero sí, era Él. Actuaba solo los martes y viernes según me contó porque en esos días le salían unos bultos en todo el cuerpo que efectivamente parecían higos chumbos. El resto de días estaba normal y hacía otros trabajos como cualquier otra persona. Me contó que estaba casado, con dos hijos, niño y niña y que estaba muy enamorado de su mujer.

Continuará.

Luis Ballester Moreno

 

 

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