Sus ojos se cerraron

Escrito por Carlos Gil Santiago
Viernes, 04 Noviembre 2022 21:01

Consternado, compungido e indignado. No es para menos. La muerte violenta de una niña es noticia suficiente como para dejar en shock a cualquier sociedad que pretenda autocalificarse de avanzada. Pero si ese asesinato lo comete uno de sus progenitores, o los dos, la aberración a la condición humana alcanza límites difícilmente asumibles para una mente que mantenga cierto equilibrio.

No existe motivo alguno que justifique la muerte de una persona a manos de otra. No hay nada que sea motivo suficiente para acabar con una vida, ni la de un niño ni la de un adulto. Pero, desde luego, la venganza no es, ni en la peor de las pesadillas, argumento que valga para acabar con la vida de un hijo.

Lamentablemente, el de Olivia no es el primer caso. Ha habido muchos a lo largo de la historia y demasiados en los últimos años. Y todos tienen algo en común: Es injustificable, por mucho que se intente, el asesinato de un hijo.

En una sociedad en que el divorcio se acepta como algo inherente al matrimonio, resultan inexcusables los arrebatos vengativos de unos contra otros. Pero más lo es, hasta límites inalcanzables, que esa necesidad de venganza tome como rehenes a la parte más inocente en cualquier ruptura matrimonial.

No voy, de ninguna manera, a justificar un asesinato. Nunca lo he hecho y espero que no se me ocurra hacerlo jamás. No voy a poner parches calientes en ningún caso en que alguien decida, por los motivos que sean, acabar deliberadamente con la vida de otra persona. Pero si queremos ser una sociedad civilizada, no podemos tener asesinatos de primera y asesinatos de segunda.

Olivia está muerta. Murió de forma antinatural en el lugar donde, seguro, más protegida se sentía: su casa. Me da igual si era la de su madre o la de su padre, de la misma manera que, seguro también, a ella le importaban poco los motivos por los que sus padres argumentaran la demanda acerca de su custodia.

Si el padre había estado condenado por violencia de género sería porque, al menos, la verdad judicial decidió que algún motivo habría para condenarle. Si había cumplido su condena, estaba en pleno derecho de reclamar la custodia de su hija, como así hizo. Y, si la justicia le había concedido esa custodia, será porque consideró, con más o menos acierto, que era lo mejor para la niña.

Pero no. Su madre decidió que era mejor que estuviese muerta que con su padre. Y eso convierte a Olivia en una “asesinada de segunda categoría”. Solo con la tibieza que los medios de comunicación dieron cuenta de la noticia hace pensar que esta muerte no es tan grave como otras.

Ni que decir tiene la respuesta, o, quizá mejor, la no respuesta del Gobierno en general y de la ministra del ramo en particular: Silencio absoluto. Olivia, al parecer, no era mujer. Su muerte no fue un asesinato y la aberración de haber acabado con una vida de seis años por venganza no es tan motivo como otros para rasgarse las vestiduras y elevar todos los gritos al cielo (o donde la señora Montero quiera elevarlos).

No podemos clasificar la gravedad de las muertes por el sexo del asesino. Olivia está igual de muerta a manos de su madre que podría haberlo estado a manos de su padre. Pero, lamentablemente, no es así. Dime quien te mata y te diré que muerto eres. Como si la víctima no fuese igual de víctima y el asesinato tan cruel como cualquier otro.

Debemos evolucionar hacia una sociedad que condene la violencia por el simple hecho de serlo. Y, si se considera que debe protegerse la debilidad física de la mujer frente al hombre, más aún, o al menos por igual, debe sobreprotegerse la indefensión de un niño contra el injustificado odio de cualquiera de sus padres. Odio que, por supuesto, nada tenía que ver con Olivia, que “solo” fue el arma elegida por su madre para causar verdadero e infinito dolor a su padre. Igual que si hubiese sido al revés. Solo que, esta vez, parece que estamos ante un asesinato de menor consideración, como si Olivia no se mereciese vivir como cualquier otro niño de padres separados. No sé si prefería vivir con uno o con otro, pero la sinrazón y el odio no se lo dejaron decidir. Una vez más, la irracionalidad dio la respuesta, su inocente niñez no la advirtió y, mirando a quien le había dado la vida (aunque eso no la convirtiera en dueña de ella), sus ojos se cerraron para siempre.

Carlos Gil Santiago
Alcalde de Benavites

 

 

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