Era un tío simpático y tenía gracia y don para el trato con sus semejantes; sabía ganarse el favor de la gente. Se interesaba por los demás y hablaba con ellos de sus problemas y dentro de lo que podía, les ayudaba. Fermín era el más pequeño de cinco hermanos. Habían crecido sin padre; murió siendo todos de pocos años. Lo habían pasado muy mal, cosa normal en aquellos tiempos pero algunas familias fue demasiado. Uno murió de accidente en el trabajo siendo bastante joven, otro de ellos se trasladó a Mallorca a trabajar de camarero. La chica, única hembra, emigró a Francia, concretamente a París. Y el cuarto empezó a trabajar en las minas de carbón que había en la zona. Fermín hizo cuanto le salía para ganarse la vida hasta que se colocó de ayudante en un bar. La madre, seguramente agotada del esfuerzo para sacar adelante a sus hijos, no les duró mucho tiempo cuando fueron mayores.
Por eso cuando Fermín veía la miseria a su alrededor ya en una posición más desahogada, se acordaba del hambre pasada y en su interior se prometía hacer algo para solucionar o al menos mejorar aquella situación. Eso fue lo que le llevó a meterse en política o más bien, a relacionarse con otras personas afines a sus pensamientos. Se reunían para hablar y ver qué podían hacer al respecto sin llamar la atención y procurando que no les tomaran por lo que no era, o sea, que lo que pretendían no era oposición política (por entonces era demasiado arriesgado) si no intentar meterse en instituciones o departamentos consistoriales donde buscarían influencias que les ayudaran a ir cambiando poco a poco, ciertas normas que no favorecían la vida a las personas y además coartaban su libertad.
Estando Lucas en Madrid pasaron por allí su hermano Joaquín y su mujer que iban con destino a Australia. Él era mecánico especialista en motores de coches y le habían contratado para la fábrica de Ford en Melbourne. Ella estaba embarazada de su primer hijo, y tenía algo de miedo irse tan lejos pero su marido le decía: “No te preocupes mujer que vas a estar mejor que aquí” y ella contestaba: “Sí, pero lejos de mi familia y sola” Y él asentía porque sabía que su mujer estaba muy apegada a su gente y nunca había salido de su pueblo. Se quedaron con él un par de días mientras gestionaban asuntos del viaje y luego volaron a su destino. Años después, Lucas iría a verlos.
Una de las veces que Lucas fue a ver a sus padres a su pueblo, en las fiestas de Pascuas que allí se celebran con muchas ganas, yéndose las familias al campo y charpas de jóvenes que incluso dormían allí la noche anterior para coger los mejores sitios para hacer su fiesta, coincidió con una chica que más tarde tendría que ver mucho en su vida. Era una chica esquiva, rabiosilla, con un don para escaquearse en los momentos más oportunos. Le gustaba dar una de cal y otra de arena y darte a entender con un salero especial que era amiga tuya pero a renglón seguido, daba la espantada y te dejaba con la miel en los labios. Aun así, Lucas consiguió hablar con ella largo y tendido sentados a la sombra de una hermosa encina que les resguardaba de un sol que ya empezaba a calentar a pesar de ser primavera. Solo fue eso, hablar un ratito y dar un paseo, pero los dos sabían que no sería la última vez porque ella vivía en la misma barriada que sus padres y aunque hasta ahora no avía reparado en ella, otra cosa sería de ahora en adelante cada vez que volviera al pueblo. Se fue, pero esta vez, estando ocupado con su trabajo y también cuando se veía con los amigos, no dejaba de pensar en aquellos días pasados en el pueblo. No quería reconocerlo pero en lo pensaba era en ella, y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en sus ocupaciones y dejarse de tonterías como él decía.
Pasaron seis meses desde estos acontecimientos y Lucas sentía ganas de darse otra vuelta para ver cómo estaban sus padres, o al menos eso decía él, pero en el fondo tenía ganas de ver a la “rabiosa” de su casi vecina ahora que la tenía tan cerca.
Continuará...
Luis Ballester Moreno
