Ciencia y religión (II)

Escrito por José Manuel Pedrós García
Viernes, 24 Febrero 2017 17:07

La Iglesia católica siempre ha estado impidiendo el avance de la ciencia en general, poniendo zancadillas, por calificar esta materia poco menos que diabólica. Si fuera por algunos prelados, seguiríamos en las catacumbas, considerando pecaminoso no sólo todo lo relativo al cuerpo humano y a la sexualidad (como siempre ha hecho desde el siglo IV), sino también todo lo relativo a la higiene corporal, al avance tecnológico, a la medicina, a la física, a la química, a la astrología o a la astronomía. Y todo esto lo ha estado haciendo hasta hace bien poco, podemos hablar de 50 o 60 años como mucho, y si no lo sigue haciendo en la actualidad, en que la población es mucho menos ignorante que hace cien años, es porque no puede —o la gente no se deja—, aunque desde diferentes ángulos y frentes lo sigue intentando.
 
La Iglesia siempre ha protestado de las persecuciones a las que sus miembros fueron sometidos, y de las persecuciones que en la actualidad sufren todavía en algunos puntos del planeta, y es cierto que determinadas personas son hostigadas, oprimidas y acosadas, incluso asesinadas, por tener determinados credos, creencias, tendencias o inquietudes, y no sólo en el aspecto religioso, algo que no debemos aplaudir, pues hemos de pensar que cada uno ha de ser libre, para con total independencia abrazar aquello por lo que se sienta atraído o considere propio; pero no es menos cierto que la misma Iglesia, que tantos mártires y santos tiene por estos conceptos (todos los que ha querido incorporar a su extenso santoral), es la primera que ha perseguido, y exterminado, a órdenes religiosas enteras (templarios, cátaros, etc.) que no eran afines a sus conceptos; pero también a herejes, apóstatas, sectarios, sacrílegos o heterodoxos, por no comulgar con sus dogmas, su doctrina y su fe. De la misma forma, en la actualidad aborrece y condena los matrimonios que no sean entre un hombre y una mujer, la gestación subrogada, el aborto terapéutico, la eutanasia, incluso la fecundación in vitro o la adopción por parte de parejas del mismo sexo.
 
Afortunadamente, estamos en el siglo XXI, la población en general tiene una determinada cultura y unos determinados conocimientos, y no cree en todas esas patrañas del cielo para los buenos y el infierno para los malos, precisamente porque, entre otras cosas, no hay personas buenas y personas malas, sino que todos, en general, tenemos cualidades que se pueden acercar a la bondad en unos momentos y a la maldad en otros, aunque tanto una cosa como la otra se encuentran —entiendo— muy desdibujadas, y nadie puede, a ciencia cierta, determinar dónde acaba un listón y empieza el otro. La Iglesia católica, que tan arraigada está en nuestro país, y tanto habla, tiene mucho que callar, pues entre sus filas existen sacerdotes y prelados que se aprovechan de la ingenuidad, el miedo y el mutismo infantil para que sus correrías sexuales caigan en el silencio y la impunidad. El derroche económico de muchos príncipes de la Iglesia —y luego hablan de pobreza— no tiene límites. Algunos han redecorado y reacondicionado sus palacios episcopales, o sus apartamentos, con dinero destinado a obras de caridad o a hospitales para niños huérfanos; y el alarde y el lujo, en determinadas ceremonias, es algo que no pertenece sólo a la Edad Media; aunque también es cierto que la mayoría de los sacerdotes, monjes y religiosas viven de una forma humilde y sencilla.
 
Pero aunque la Iglesia ya no tenga en la actualidad el mismo poder que tuvo en el pasado —y es lógico que así sea—, en nuestro país todavía queda un rescoldo, una chispa, un poso muy importante; y esa parcela de poder, que la propia Iglesia no quiere abandonar, es la que hace que todavía arrastremos los ecos de un pasado oscuro y turbio, que no se consumió del todo con las llamas de la Inquisición; y sigue habiendo un poder fáctico muy importante, que cuestiona y manipula incluso aquello que no le incumbe, y ese poder es aplaudido por un sector amplio de la población, que ve con buenos ojos todas las prebendas que la Iglesia sigue teniendo, y que el Estado, a través de los sucesivos gobiernos de nuestra democracia, no ha sabido —o no ha podido— erradicar del todo. Y es quizá eso lo que ha cargado de un poder casi omnipotente a determinados obispos o cardenales —y en Valencia conocemos a alguno—, que en muchos casos tienen una potestad superior a la de muchos ministros. Exhiben, sin ningún pudor, y de una forma ostentosa, sus púrpuras, sus brocados, sus báculos y sus mitras al más puro estilo medieval, como si tuvieran todavía sobre los mortales el poder de condenar, absolver o bendecir sus almas en función de su ideología, sus credos y sus simpatías, y predican el modo de vida que hemos de seguir (humilde, austero y caritativo), cuando ellos, desde sus palacios episcopales, actúan de forma totalmente contraria a la que se deriva de sus prédicas.
 
José Manuel Pedrós García
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