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Novelas románticas

Escrito por José Manuel Pedrós García
Viernes, 23 Septiembre 2016 13:39

Este verano, entre otras lecturas más o menos interesantes, he leído varias novelas escritas por mujeres (algunas de ellas auténticos best sellers), que ellas denominan «novelas románticas», supongo que porque de antemano, y con mayores o menores matices, se sospecha un final halagüeño en el que el chico y la chica se casan, o viven felices después de todos los altibajos que su relación ha sufrido, y de todas las heridas y tormentos pasados (emocionales o físicos) que en su infancia o en su juventud han tenido que soportar.
 
No voy a entrar en detalles, pero tampoco voy a opinar si estas novelas se deben de encuadrar en el apartado de «románticas» (como ellas dicen), o en el de «eróticas» (como a simple vista pueden parecer). Cada cual que adopte la definición que estime oportuna; pero, parece ser, que ahora que los hombres han abandonado la novela erótica, y que las mujeres que escribían este tipo de novelas en los años 80 del siglo XX eran «raras avis», llegados a la segunda década del siglo XXI, las féminas irrumpen con fuerza en este campo, lo cual (al menos por mi parte) no es criticable, sino, simplemente, la constatación de un hecho, y como tal, incido en él. Un hecho que sólo pertenece a la categoría de la anécdota. Nada más. No me gustaría que nadie viera en lo que puedo decir tintes machistas o de otro género, porque no es esa mi intención, como tampoco es mi espíritu.
 
La fórmula es siempre la misma: Dos personajes principales y algunos secundarios. El chico rico, que triunfa en su profesión, y la chica pobre, o viceversa. Uno de los dos, o los dos, arrastran unos traumas existenciales tremendos, que tienen que superar, mientras pasean su amor por los escenarios más inverosímiles (o más irreales), y la vida, o las circunstancias familiares y sociales, no se lo ponen fácil a ninguno de los dos. Al final, como ya había apuntado en el primer párrafo, el amor triunfa y la felicidad llega a sus vidas. Punto y final.
 
Debo confesar que yo mismo, sin ir más lejos, exploté una parte de esa técnica en mi novela El último conde; y digo una parte porque suavicé el erotismo hasta límites insospechados (cosa que ahora no ocurre), introduje mi admiración por los pintores impresionistas franceses y terminé el relato con un final que no era del todo halagüeño, dejando abierta la puerta al suspense, mientras la narrativa se envolvía de una atmósfera gótica; por lo tanto, debería ser prudente con mis comentarios sobre este tipo de novelas y respetar algo que yo he utilizado. Aún así, debo ser crítico, primero conmigo mismo y después con los demás.
 
Vaya por delante mi admiración y mi respecto hacia todo el que escribe una novela con más o menos dignidad, porque sé lo que es enfrascarse en semejante aventura e intentar salir airoso del trance. Y vaya también por delante mi devoción y mi reverencia hacia todas las mujeres en general, por lo que han tenido que sufrir históricamente —y sufren todavía— en una vida que nunca ha sido para ellas tan agradable, o tan fácil (si podemos hablar de fácil), como puede haber sido para los hombres, al menos en teoría. Las mujeres (todas) tienen, en términos generales, un valor añadido a su actuación: por su valentía, su abnegación, su trabajo silencioso y no reconocido, el cariño que siempre han prodigado —por encima del de los hombres— a sus hijos, y por todas esas cuestiones que las han hecho, en la mayoría de las ocasiones, ser el pilar sobre el que se ha sustentado cualquier familia o cualquier relación.
 
Pero dicho todo esto en favor de ellas, y volviendo al principio, he de decir también, que la mayoría de los relatos que he leído, no pasan de ser historias melifluas sin demasiadas pretensiones, sin demasiado oficio, entretenidas algunas veces, pero que aportan poco —o nada— a la literatura en general, porque no contribuyen con nada nuevo, más allá de una narrativa envolvente, trepidante y embaucadora, en el mejor de los casos, pero disparatada y obcecada otras, que, como digo, no tributa nada positivo. Quizá estemos hablando —no lo sé con seguridad— de literatura de verano, o de literatura de usar y tirar; y no vamos a comentar nada de eso que hacen ciertos personajes televisivos, subidos al carro de la fama por hablar mal de los demás, que publican aquello que en algunas ocasiones han escrito otros para ellos, que no es más que una síntesis maquillada de sus desventuras, para provocar en los lectores la lágrima fácil o la compasión ajena, y que aspiran a representar a una «intelectualidad» que está muy alejada de sus conceptos y de sus formas.
 
Aunque quizá sea demasiado crítico en mis afirmaciones, y antes de hablar de nadie —me reitero— deba mirar la barra que vela mis ojos o la venda que los cubre. Todo es posible, no lo sé con exactitud, pero esto quizá debería ser un opúsculo, un breve intento de ensayo, para hacernos reflexionar sobre la calidad de todo aquello que cae en nuestras manos, que muchas veces lleva impreso el sello de una publicidad envolvente y cautivadora, pero que, como cualquier publicidad, es engañosa y oculta la realidad.
 
De cualquier forma, creo que la lectura en general siempre nos aporta algo, aunque en algunos casos sea mínimo; y quiero acabar bien este pequeño artículo expresando mi máximo respeto hacia todas y todos los que son capaces de encerrarse en una habitación con su ordenador, su máquina de escribir, o sus cuartillas, durante un determinado tiempo, para crear una obra, que puede ser más o menos literaria pero que siempre, sin ninguna duda, tiene algo de plausible y de digna.
 
José Manuel Pedrós García